¿Qué coño es eso del amor, eh?

Tilos-Atenas, 15 de septiembre

Sí, eso ante lo que nos sentimos tan desvalidos, ignorantes, imbéciles; sí, señor, como de a quien no le llegan los pies al suelo, que no pisa tierra, vamos. Arbitrario, ciego, incongruente, muy loco, un castigo agarrado al alma con uñas y dientes; imposible de arrancárselo.

¿Qué coño es esto? ¿Puro mejunje cerebral, una droga que fabricó la especie para fines particulares?, ¿una trampa?, ¿o acaso al fin un regalo, un almohadón donde recostar la cabeza, donde soñar el resto de la vida?

Hay gente que enseguida se entera de qué van las cosas, analiza, maquina, decide, pero el enamorado no, el enamorado anda agilipollado por la vida, es como un trapo viejo en manos del amante. Ya puede ella hacer con él lo que le plazca, escupirle a la cara, echarle una meadita encima, mentirle, jugar como un gato con el ratón entre los dientes, que él nada, erre que erre, cieguito.

Alguno podría decir que hablo de otra cosa, que el mecanismo que hace que uno se convierta en un imbécil de solemnidad es otra historia. Quizás hablemos de cosas diferentes, ¿pero qué es esto entonces?, ¿para qué sirve?, ¿cómo es posible que la naturaleza haya creado algo tan absurdo como una situación en donde alguien rodeado de las llamas de las calderas de Pedro Botero, de un incendio, metido en un infierno y teniendo un buen y seguro camino para escapar, un extintor a mano, el susodicho decida quedarse allí convirtiéndose en un torrezno, todo chamuscado desde las cejas al culo; allí, aguantando el temporal con los ojos en blanco y la baba cayéndole por la comisura de los labios como un memo?

Una cegadora estela ocupa el lado de estribor sobre un mar agitado; vaivén de olas y brisa fuerte para acompañar esta arremetida matinal contra los demonios que le habitan a uno convirtiéndolo en juguete de alguno de esos alados seres que pueblan el planeta... sí, esa palabreja del otro día, patético. ¿Lo veis?, ahí está, basta que te descuides un poco y, pese a que te estén clavando el tricornio (perdón, el tridente) en el culo ya está uno con los ojos de alelao buscando a su tierno amor en algún pebetero rancio vestido de muselina... que a él le parecerá el celestial paraíso de Alá. ¿A ver qué eran si no esas sirenas de Odiseo que entonaban melodías tan subyugadoras desde un peñasco en el mar como para volverle loco?, ¿o ese brebaje con que Tristán e Isolda construyeron la fiesta del final de sus vidas? No nos queremos conformar con una vida normalita, nos metemos en berenjenales y... así nos va.

Y luego ese caso curioso de quien te dice muy seguro, una mujer en este caso, que ella no se enamora ni soñando y dos días después te la encuentras llorando a moco tendido porque... Cosas sin remedio, como se ve; no queremos enamorarnos pero nos enamoramos; no valen medias tintas, no cabe coger el cuchillo del razonamiento y partir en porciones las cosas, dosificar el porvenir, compartirlo con otros proyectos, no, de golpe todo desaparece, el electroimán quedó conectado, la bomba hidráulica se puso en funcionamiento y ahora no hay tu tía, la cosa te succiona, te traga, te absorbe; ya no puedes pensar en otra cosa, ni a izquierda ni a derecha, estás perdido. Y eso que no querías enamorarte, que sólo querías, acaso, un poquito de aquel pastel de cuyos efectos venenosos ya te habían hablado.

Pasead por la cubierta de un gran barco como éste y observad a la gente. ¿Quién no es capaz de distinguir a kilómetros de distancia al enamorado solitario que mira el ancho mar con los ojos perdidos en el infinito al final del cual, entre prados de amapolas pasea su amada con un vaporoso vestido de tul, un sombrero blanco y una carta de amor entre las manos, que el pasajero de ojos extraviados, recostado ahora en la barandilla de babor, le envió hace días?

Que no, que no hace falta vivir en el siglo XIX para que estas cosas sucedan. Miremos al pasajero de marras, ¿no veis?, no ve, no oye, aunque el barco se estuviera hundiendo no se enteraría. ¿Por qué? Por qué va a ser: está enamorado, está perdido, es un candidato más a la locura universal del amor, esa grave enfermedad para la que el estado debería prever centros especiales de rehabilitación.

No, por favor, nada de enamorarse, prohibido, estará usted echando a perder su vida, no será usted, se convertirá en otro, un pelele, un juguete en manos de la moza de turno: seguro.

Pero vamos a ver, haga el favor, eso de que me habla, ¿es bueno o malo? El pasajero de al lado se mosqueó un tanto conmigo porque después de una hora de observarme el modo en que agarraba el bolígrafo como si fuera a burilar un acantilado, mirarme gesticular y arrugar el entrecejo (cosa natural por demás, porque lo que uno escribe lo siente pero que muy dentro, hasta el tuétano se puede decir, por lo que no es raro que uno ponga caras extrañas mientras escribe; lo que a veces llama mucho la atención a los vecinos; ahora también es cierto que si lo que estuviera haciendo fuera leer un Mafalda igualmente me lo habría detectado en la cara... expresivo que es uno). El caso es que el vecino, un hombre mayor de barba entrecana que poco antes me había sacudido con el pestazo del humo de su cigarro, se debió de sentir con alguna razón solidario con los problemas que a un servidor le debían de estar pasando por la cabeza y decidió muy amablemente pegar la hebra conmigo, no fuera a suceder que me estuviera dando algún tipo de patatús. Sus palabras fueron otras, pero lo que su mirada decía era que si me podía echar una mano; señal de que el aspecto que yo ofrecía mientras escribía lo anterior debía de ser bastante lamentable. Estaba tan excitado que me salió de golpe preguntarle si alguna vez había estado enamorado. Me miró con ojos de plato, pero enseguida le salió una sonrisa comprensiva que tenía mucho de quien se dirige a alguien que tiene posibilidades de necesitar un loquero. ¿Así que está enamorado?, fue su contestación. Pues sí, mire por donde. Y me tocó explicarle con pelos y señales mi terrible vida de enamorado... como dicen los nenes, para hacer pipí y no echar gota. Vamos, que después de media hora, el hombre, Morris se llamaba, ya estaba al tanto de todo. Sus ojos, llenos de la bruma de la neblinosa Inglaterra, asentían compasivos. Fue entonces que llevó con camaradería su brazo izquierdo a mi espalda y, acompañándolo con unos golpecitos, me dijo aquello de: pero eso, ¿es malo o bueno? Aquella salida me dejo algo en suspenso, porque enseguida el gilipollas que llevo conmigo de verdad que empezó a preguntarse si en definitiva eso era malo o bueno. Y entonces, sobre el fondo de una isla de altas colinas frente a la que atravesábamos, mis pensamientos recalaron en la imagen de mi amada y nuevamente fui presa del encantamiento de su recuerdo.

Jodía historia esta del enamoramiento. Me está jodiendo usted con esto (no, en inglés sonaba más educado... uno no es tan bruto), ¿sabe?, le dije, porque hace un rato lo tenía todo muy claro, aunque fuera algo perfectamente patético, pero ahora nuevamente ya no sé ni dónde estoy ni lo que quiero. Dicen que lo que hay es lo que hay, es cierto, y que uno no se arranca los sentimientos con las uñas, que como mucho hay que dar tiempo al tiempo.

¿Pero usted qué quiere realmente?, me interrumpió terco el señor Morris, zanjando mis divagaciones sobre el Tao. ¿Y si nos tomamos una cerveza?, opté por decirle. Y nos fuimos a tomar una beer y Morris me contó que a él lo que le levantaba dolor de cabeza era que cuando terminara las vacaciones, dentro de una semana, tendría que cortar unos cientos de metros de césped, que debe de estar hasta aquí, decía, poniendo la mano a la altura de un metro del suelo. Un buen curro, le dije. Todo, todo es un curre, añadí yo para mis adentros. Y es que si no es el césped es tu amante que te come el seso, y si no... En fin, que mientras no lleguemos a la calma esa chicha del Paraíso que prometen tanto musulmanes como católicos, no nos va a faltar diversión. Y la verdad es que pensándolo más despacio, mejor que Alá o sus otros parientes nos esperen el mayor tiempo posible, aunque haya que pasarse media vida sacándose espinas del cuerpo; ni las rosas ni los higos chumbos se dejan coger así a la brava, es cierto.

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