Ese manto de armiño

Saranda (Albania), 24 de septiembre
Sobre el puente del Drina (Ivo Andric), puente de piedra de construcción otomana, pasan los años en forma de siglos ya, se ciernen sobre él las inundaciones de los malos tiempos, cuando el invierno bruscamente recoge las aguas de la montañas en abundante cantidad y las encauza por donde puede, y entonces los pueblos, los sembrados, los almacenes de grano, todo, queda sepultado por las aguas, incluido el propio puente que sólo deja ver la parte alta de sus arcos; ve pasar sobre su sólida construcción los ejércitos de uno y otro signo, las distintas creencias, judíos, musulmanes, cristianos, ortodoxos; el acecho de los levantamientos bosnios contra la dominación turca; incluso en la última década los aviones del imperio del Oeste, americanos e ingleses, convertidos en salvadores del mundo, se abalanzan sobre la región de la misma manera que lo hicieron los ejércitos de los sultanes siglos atrás.
Habré de acercarme a ver el puente. Después de que atraviese Montenegro. Quisiera ver el polvo, ese manto de armiño que ha de cubrir sus sillares...
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Ese manto de armiño que cubre los objetos,
ingrávida ceniza migratoria
aventada a las cuatro esquinas del planeta,
ese leve tumulto de partículas
que tiembla en las aristas de la luz,
serrín que precipita lo que existe,
es uno de los modos enigmáticos
con que se muestra el tiempo a nuestro asombro
...
mota de eternidad que se aposenta
sobre el vuelo del aire y perpetúa
su caricia en el mundo más remoto,
porque nada se pierde ni malgasta,
sólo este torbellino nos cambia de lugar,
bagatelas errantes,
bagatagelas.
(Carlos Marzal, Metales pesados)
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Ayer visité las ruinas de Butrint, el manto de armiño que cubría sus sillares, el teatro, el baptisterio, la basílica, los restos del acueducto, la acrópolis, el alcázar que mandara construir Ali Pasha, el Napoleón Musulmán, en lo alto de la colina. Más de dos mil quinientos años de historia en el reducido espacio de una península de unos pocos kilómetros cuadrados. Un espacio que satisface tanto las necesidades de los amantes de paseos por la naturaleza como la de aquellos interesados en los asuntos de la historia. Siguiendo la línea de la tradición homérica la ciudad fue fundada por Helenus, el hijo de Priamo, tras la caída de Troya, en torno al siglo XIII a.C.; después la visitaría Eneas de camino para Italia. Los primeros restos arqueológicos son del siglo VIII a.C. La zona vivió el esplendor romano cuando César y Augusto crearon aquí una rica colonia a la que se accedía por un largo puente de piedra sobre el que se levantaba también un acueducto; sufre el acoso posterior de los vándalos, enfrentamientos entre normandos y Bizancio, Venecia, los turcos, se convierte en una aldea de pescadores y en el siglo XIX vuelve a ver mejores tiempos con Ali Pasha. Pretigia el lugar las visitas de Lord Byron y Gerald Durrel, que narra algunos hechos en Mi familia y otros animales.
Y así todo, desde el puente sobre el Drina, a Butrint; de Borobudur en Java, al Gran Zimbabwe, a las ruinas de toda Grecia; una obviedad sobre la que es difícil pronunciarse de puro manoseada que está, pero que de vez en cuando cae sobre el viajero con una fuerza que los versos de Carlos Marzal en esta ocasión terminan por poner en el lugar que corresponde, hoy a esa parte importante de nuestra afanosidad, por el sencillo método de ponernos delante de las narices la escueta realidad del tránsito del tiempo, que suena siempre a aquella cantinela de las coplas de Jorge Manrique a la muerte de su padre.
Vivimos como si fuéramos a hacerlo eternamente; acumulando como si el resultado de nuestra acumulación fuera a acompañarnos indefinidamente después de que la barca de la muerte venga a buscarnos para darnos un paseo por un infinito similar al de las arenas del desierto. El esplendor de Butrint en la época romana debía de ser muy superior a esta ciudad próxima de hoy, Saranda; ni mejores ni peores tiempos, acaso. El espacio personal y social que los habitantes son capaces de encontrar en las rendijas del tiempo que les ha tocado vivir. La tierra queda sembrada de nostalgias, de delirios de grandeza, de locura, de amor... y es hermoso recorrerla y leer el paisaje urbano y agrícola como si éstos fueran un libro en donde el tiempo va escribiendo uno a uno cada renglón de su escritura. El suelo albanés, tras la dictadura de Hoxha, quedó sembrado con más de setecientos mil bunkers, que por su carácter indestructible, hormigón y hierro como para dar de comer a un regimiento, jalonan el paisaje dando a éste la pizca de ironía que el tiempo inevitablemente viene a poner en las cosas, ese manto de armiño que se posa sobre él y las cosas y que nos habla de lo efímero de nuestro ser: bagatelas errantes, bagatelas. La gente ahora no sabe qué hacer con ellos, esos mamotretos de cemento y hierro, de los que tanto abundaban también en España hace medio siglo; los pintan, los llenan de plantas... y la última generación de jóvenes encuentra en su oscuro interior un lugar donde perder de la virginidad, hacer el amor alejado de la mirada de los curiosos. Todo un símbolo, acaso, convertir un bunker en un nido de amor. Una sabiduría que habla excelentemente de nuestra capacidad para reciclar los continentes dándoles una función más acorde con nuestra necesidad de felicidad.
Tanto el puente sobre el Drina, como Butrint, como este paisaje de Saranda lleno de esqueletos de hormigón abandonados, que es esta ciudad, y que quizás nunca lleguen a concretarse en viviendas o en edificios terminados, son hoy, como casi todas las cosas, una metáfora de la vida. Si viviéramos como los huiliches de la isla de Chiloé, en Chile, que levantan sus casas para que duren no más de una década, periodo al final del cual se construyen otra más allá donde puedan seguir cortando más leña para el invierno; o si hubiéramos vivido como los nómadas, recolectando y buscando la caza siempre en un lugar al otro lado de las montañas, no habríamos construido este hermoso mundo que habitamos, no tendríamos el esplendor de nuestra cultura, etc., así que no es posible caer en la simplicidad de predicar simplemente una vida sencilla, que aunque tantas cosas positivas puede traer también, no habría conseguido lo que, pensando la vida como una eternidad, provoca en el hombre el deseo de la creación de obras que le superan mucho más allá de donde dura su existencia. Por ello es necesario que al menos una parte importante de la humanidad viva como si fuera a existir eternamente; esa ambición, aparte de dar salida a requerimientos internos, hace posible que el efecto acumulativo de la creatividad y la cultura, dé lugar a una civilización que puede tener los años tan contados como el puente sobre el Drina o la ciudad de Butrint, pero que es capaz de encontrar una motivación para seguir viviendo. Sólo que de vez en cuando es bueno recordarse a uno mismo que ese manto de armiño que cubre los objetos, una bagatela en definitiva, nosotros mismos en el tiempo, son el enigmático modo en que el tiempo, no mucho, nos hace ver la ligereza de la vida.