Defensa de género

Tilos, 14 de septiembre

En mi piel sentía gozosamente el mundo. (Pamuk)

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Últimamente siempre parece verano; qué gusto las campanas y la luz matinal del Mediterráneo entrando en la habitación... Sábanas blancas, paredes blancas, un pueblo todo hecho de nieve. Las voces de la calle atraviesan mi cuarto como si éstas, siendo parte de la luz, flotaran familiarmente en su interior. Hoy me despertaron las campanas. Quise madrugar para hacer una larga excursión a pie al monasterio de Agios Ioannis y a Yera, en el extremo sur de la isla, pero al final lo postergué para mañana para así dar tiempo a mi cuerpo a reponerse de la caminata de ayer.

Que los hombres necesitan de vez en cuando alguien que les defienda de las mujeres (algunas mujeres), es una verdad de perogrullo; entre las que la matan callando y alguna que otra defensora indiscriminada del género se corre a veces el riesgo de que esa luz tan necesaria que hoy inunda mi habitación termine por hacerse niebla confusa.

Ejemplo al canto. Alguien, me cuentan, una mujer, que, resentida acaso con el mundo, ese problema que nos surge cuando algún desarreglo personal hace que echemos a éste la culpa de nuestros males, que va y suelta el exabrupto de que a ellos no les importo yo, lo que realmente quieren es mi coño. Y probablemente, me digo yo, también su coño, aunque sea cierto que no sólo de pan vive el hombre y que no hay que minusvalorar la capacidad que puede tener todo hijo de vecino de querer a una buena moza que se lo merezca, porque aunque “el despecho sea uno de los síntomas del amor” el amante enfurruñado y maldiciente termina, como reza el dicho de los peces, muriendo víctima de sus propias palabras.

Y es que de ahí a presumir que a uno, cuando, movido por el suave murmullo de los pajaritos (pito, pito, gorgorito), la primavera de fragantes flores, o el céfiro del deseo, entra en el reducto femenino, le están haciendo un favor, es algo que tanto puede provocar las iras de un Polifemo como suscitar la suave ironía que merecen los estados de quien sueña despierta con un amor que no merece; o simplemente, por qué no, con un revolcón que le devuelva la cordura y que no está a su alcance en ese momento.

Además, echar en el capacho de los hombres la entera libidinosidad de este planeta es algo ya tan gastado, tan propio de la hipocresía secular, que cuesta pensar que haya todavía gente que piense que las necesidades femeniles sean de rango y necesidad muy diferentes a aquella de los varones; o que pensemos que somos diametralmente distintos a todas las otras especies de animales en los que la necesidad de respirar comparte con igual prioridad la perentoria necesidad del apareamiento (eso que nosotros, como corresponde a nuestras aspiraciones de seres con pretensiones de eternidad y de altos vuelos, denominamos hacer amor para alimentar las paradojas, o para establecer distancias con el “soez” forniqueo de “los otros animales”. Recordad aquello que decían los curas para manifestar la fealdad del hecho, hacerlo como los animales; algo que pertenece ya al curioso mundo de los mitos que la represión y los tabúes sexuales -y también nuestro engreimiento diferenciador- indujo en nuestros ancestros durante siglos). Uno llega a pensar si esta mojigatería no será hija del fluído ideológico con el que con tanto afán lubricó la Iglesia la conciencia de las generaciones pasadas.

“No digo yo que” todas fueran a echar las campanas al vuelo de voz en grito como aquel personaje femenino de Pamuk que después de haber sido forzado por toda la soldadesca en su lecho, gritaba gozosa dando gracias a Dios por haber sido saciada sin cometer pecado; pero si algo es cierto es que con excesiva frecuencia se echa en el debe de los varones la propensión a folgar como si a la otra parte del género le correspondiera solamente en tales circunstancias el sacrificado papel de servir de alivio a los varones.

Así que cuando escuchamos aquello de que todos los hombres van a lo mismo, lo que cabe pensar es que, o quien lo dice acaba de caerse del guindo, que pretende arrogarse un grado de ingenuidad impropia, o, que, acaso lo más probable, que el halo del deseo haya abandonado hace tiempo una tierra poco abonada o malamente atendida. El deseo también se esfuma cuando no se ejerce durante largo tiempo –eso dicen-; la recomendación de algunos psiquiatras de recurrir a la propia autosatisfacción cuando no es posible otra cosa, se basa precisamente en esa necesidad de alimentar el rescoldo de la hoguera para que ésta no termine de enfriarse. Ya lo decía Jesús en el Evangelio, mantened el candil encendido, no sea que el señor se presente inesperadamente y os pille desprevenidas con el fuego apagado.

Y es que no todo el mundo es como Shopenhauer, que añoraba los años de la vejez, decía, porque en ese tiempo iba a encontrar al fin la paz para pensar y escribir sosegadamente sin la continua presión del sexo.

El ventilador vuelve a rumorear por encima de mi cabeza. Y de verdad, es que parece verano de nuevo. Anoche bajé a dar una vuelta junto al mar; una poca gente paseaba, otros pocos cenaban en las terrazas de los restaurantes; el agua chapoteaba junto al paseo. Alguien me puso la mano sobre el hombro; era mi amigo el inglés, ahora vestido con gorrilla de marinero. Charlamos una vez más. Lleva veinte años viniendo cada temporada a esta isla. Me echó la charla por haber dormido la noche anterior en la solitaria oscuridad de la playa vecina; le pregunto si es que hay lobos. Reímos. Me recomendó un par de pequeñas islas en el archipiélago de las Cícladas. Cuando llegamos al extremo del paseo se despidió. Mañana nos vemos. Despacito despacito me fui hacia el hotel; por el camino me compré una cerveza para acompañar la cena. Me la bebí a vuestra salud. Que tengáis un bonito día.

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