Praxiteles

Atenas, 7 de septiembre Cuando subí la persiana corredera que cerraba el óvalo de la ventanilla del avión, lo que apareció, hiriente a la retina como un alfilerazo, fue el desierto blanco, el gran desierto inundando con su saturada claridad. Un intenso cielo azul flotaba sobre la línea blanca del horizonte; debajo era la inmensidad quemada de la tierra y sus grandes lagos de sal flotando junto al sueño de los pasajeros en la madrugada donde hasta ese instante sólo había oscuridad y tranquilo vibrar de motores. La nada igual blanca de la arena, donde el tiempo se repite a sí mismo eternamente idéntico, ejercía un efecto de inquietud sobre mí. Cerré los ojos. Por mi memoria pasaron algunas recuerdos de muchos años atrás; se trataba de un desierto más amable entonces. Después salté a Atenas y me encontré con ella, precisamente allí, sentada sobre la basa de una columna al sol del mediodía, donde nuestras miradas se habían cruzado treinta años atrás. Hacía mucho calor entonces, yo había desistido en la idea de visitar el museo de la Acrópolis y me había cobijado bajo la sombra del Erecteion donde las cariátides contemplaban serenas y ausentes el ir y venir de los turistas. Reparé en ella, en su escote generoso y, cuando nuestras miradas se cruzaron, ella sonrió levemente. Yo devolví un tanto azorado la sonrisa. Una vez más el tímido perdía terreno ante la espontaneidad complaciente que cualquier momento del día podía ofrecerle. Lo cierto es que aquella escena quedó fijada en mi memoria y ahora volvía a aparecer llena de la nostalgia que originan los hechos para los cuales no tuvimos una conducta acorde con nuestros deseos. Pasa el instante y luego recordamos toda la vida ese tren perdido, imaginamos cien veces qué hubiera sucedido si aquel golpe de timidez no hubiera existido, cómo aquella sonrisa y aquellos ojos habrían podido seguir el curso lógico de los encuentros, la cuesta abajo de la curiosidad. No faltan oportunidades en los museos para observar a través de las esculturas o los cuadros otros motivos no menos interesantes que los que propiamente se exhiben; aquella calurosa mañana de agosto, bajo la sombra del Erecteion da testimonio de ello; mi recuerdo retuvo no muchos detalles de la Acrópolis y sí mucho de la interpelación de unos ojos oscuros de una desconocida que se habían encontrado los míos. Todos los visitantes formamos de alguna manera también parte del entorno global del espacio del museo. El museo es un espacio interactivo donde visitantes anónimos toman contactos unos con otros ya sea a través del objetivo de la máquina, ya con el rabillo del ojo que persigue invariablemente, junto a las obras de arte, el gesto, la belleza, la expresión que muestra la relación que está estableciéndose entre el espectador y la obra, o entre el espectador y otros espectadores. En los museos mi cámara recoge invariablemente alguna de estas circunstancias. Espío, vamos, a los otros; me encanta mirarlos. De hecho la calle es asiduamente un museo; y con más razón si la calle la frecuentan gentes heterogéneas de diferentes partes del mundo. Al día siguiente fueron las salas de la exposición monográfica de Praxiteles, en el Museo Arqueológico Nacional; por cierto, una lotería encontrarse con una exposición semejante. De golpe estar frente a la famosa curva inguinal que caracteriza la posición algo indolente de las caderas de la mayoría de las esculturas masculinas de Praxíteles. Los modelos de Praxiteles posan despreocupados y llenos de voluptuosidad frente al escultor, están lejos de vivir las convulsiones de un momento dramático que pueda parecerse de lejos a un Lacoonte y sus hijos, por ejemplo. La vida debía de ser fácil entonces; cosa rara siempre en cualquier momento de la historia que siempre tiene tendencia a llenarse con los hitos de las grandes calamidades y las guerras, como si los hombres no fuéramos capaces de vivir al margen del conflicto, ese que autores como Junger o Barea no dudan en considerar como un mal necesario que despierta la voluntad y nos quita el adormilamiento de encima. Merece la pena la cita de su libro, La forja de un rebelde, un recorrido por la experiencia personal del autor en los tiempos de la guerra última nuestra. El miedo, la angustia, también física, que le llevan cerca de la locura son algo fácilmente imaginable en la vida española de los años 1936-39. Dice en algún momento: “La guerra ha arrancado a España de su parálisis, ha sacado a la gente de sus casas donde se estaban convirtiendo en momias...” ”Seremos los más fuertes, mucho más fuertes que nunca, porque se nos habrá despertado la voluntad”. Una idea conturbadora que comparte también Junger en su obra Tormentas de acero. La posibilidad de que los pueblos eviten convertirse en momias corre, parece, peligrosamente de la mano de hechos llamados a exterminar a una parte importante de la población; el dolor, la muerte, los sufrimientos indecibles como estimuladores de nuestras capacidades; la guerra convertida en incentivo para resucitar la voluntad; el instinto de vida, adormecido tiempo atrás, propulsado, exacerbado ante la cercanía del instinto de muerte. Y paradójicamente parece que no les faltaba alguna razón a estos autores, dándose, además, que los amantes de la vida suelen ser los que más se exponen al riesgo de perderla; esa era la filosofía de los escaladores de montañas, los exploradores, los pioneros de toda condición; aunque, también hay que decirlo, tampoco parece que sea una condición sine qua non. Ni Sócrates, ni Platón, ni la mayoría de los filósofos de la Grecia Clásica fueron a la guerra o vivieron situaciones violentas, como no fuera la muerte del primero; más bien la vida de Sócrates es la de quien no necesitaba de estímulos tan salvajes para dejar de ser una momia; todo lo contrario, la vida parecía discurrir en un largo y prolongado diálogo consigo mismo y con los demás en donde no faltaba el vino y los sofisticados placeres de la mesa y la cama. Praxíteles. El efebo de Muerte en Venecia, de Visconti -otro encuentro- (la imagen adjunta), aquí con plumíferas alas de ángel, presidía el centro de una de las salas; un hermoso cuerpo que uno no duda en comprender que llevara a la muerte a Aschenbach, cuando todo la degradación del mundo había caído sobre él en el delirio por alcanzar la belleza inasible que crecía en Aschenbach hasta llegar allá donde los extremos se juntan y la muerte representa la confirmación de un anhelo imposible. Me prometo volver a ver Muerte en Venecia cuando vuelva a casa. Quedé un buen rato prendado frente al fantástico erotismo de la túnica adherida al cuerpo. En Praxíteles el canon de belleza parece encontrarse en el cuerpo masculino, desinhibido, mostrándose en lo que es, hermosura hasta el llanto –Aschenbach-, doloroso, en tanto que el placer máximo sólo puede conseguirse más allá del dolor; acaso en la muerte. Esa idea de los dioses innombrables, de los soberanos orientales con los que no cabía cruzar la mirada so pena de muerte. Algo así la belleza inalcanzable. Pero, si además junto a la belleza irrumpe este tremendo erotismo, los paños húmedos del mármol deslizándose sobre los pechos y el estómago de esta mujer, el efecto es indescriptiblemente desasosegante y hermoso. La sala estaba llena de cuerpos. ¿Por qué tendremos tanto miedo al cuerpo? Todas las iglesias del mundo anatemizándolo, exiliándolo. Dan ganas de llorar. ¿Por qué has de buscar la felicidad en el otro mundo, si lo tienes al alcance de tus manos, en tu propio cuerpo, en el cuerpo de un amante, si está al alcance de los ojos en la calle? La belleza del mundo y los cuerpos. Con eso debería bastarnos. La belleza es lo único que perdura. En las salas de este museo está la prueba, dos mil quinientos años y todavía ella es capaz de inundar nuestro cuerpo de emoción. Si algo queda de los dioses y diosas de entonces es precisamente eso, la belleza de sus cuerpos. Aquí están, Hermes, Afrodita, Dionisos, toda la legión del Olimpo de entonces; sólo quedan sus cuerpos, la belleza. Al final de la tarde subí a ver atardecer sobre el promontorio cercano a la Acrópolis; la temperatura era extremadamente agradable mientras el sol iba desapareciendo cálido por poniente. La mujer del escote generoso y la sonrisa leve no estaba allí. Sobre un gran valle rodeado de colinas, se extendía la mancha crema y algo monótona de la ciudad. Una ciudad debería diseñarla un pintor con libertad para poder jugar con los volúmenes y los colores, algo sumamente bello en cuyo lienzo pudieran convivir dos mil quinientos años de civilización. No hay belleza que sea de una época, la belleza está más allá del tiempo; sólo haría falta encontrar al genio que supiera crear volúmenes, desarrollar escorzos sugerentes y estructuras armoniosas, donde el siglo de Pericles pudiera convivir con la atrevida arquitectura de nuestros días. Yo edificaría algunos rascacielos en esta ciudad, unos trazos atrevidos que sobre el lienzo de la tarde que dieran diversidad y ritmo al conjunto.

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