Fin de viaje

.Mi viaje ha terminado. A última hora me sentí muy cansado, afuera llovía intensamente mientras mi autobús daba vueltas por las montañas camino de Tirana. Ya tuve un ramalazo similar la pasada semana. Este fue más fuerte. Así que regreso.

A otra cosa ahora. Quizás tenga que librarme un poco del peso diario de esta escritura.

Hoy fue la dicha de despertarme en mi casa, acaso uno de los mejores regalos de mi viaje, éste en el que todos estamos desde que nacemos. Amanecí entre cantos de pájaros que me daban los buenos días desde las ramas de los árboles de nuestra parcela. Sí, quiero creer que es un día más de viaje, el deseo de querer estar dentro de esa inquietud de mirar a mi alrededor como si el mundo fuera algo nuevo todos los días, un mundo que existía ayer pero en el que hoy tengo que volver a redescubrir ese algo que suscita mi emoción, que deja mi ánimo a la expectativa de un día de comienza. Seguiré, imagino, trabajando más adelante en los otros blogs, en Pies de foto especialmente.

Gracias a todos los que habéis seguido mi viaje a través de estos blogs.

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Tierra de vampiros

Gjirokaster (Albania), 24 de septiembre

Vine a esta ciudad porque prometía, según la guía, ser tierra de vampiros y seres similares, pero me parece que en tanto la niebla y el tétrico andamiaje de invierno a que nos tiene acostumbrados las películas de terror, no haga acto de presencia, esto no va a adquirir la credibilidad debida. La verdad es que lo que buscaba eran los rastros de las películas de Dreyer, Vampyr, de los años treinta, y la de Wegener, El Golem, de 1915 que vi el pasado invierno cuando empecé a aproximarme a la historia del cine; aquel terrorífico castillo entre las montañas que habitaba un ser de negro y estirado de aspecto inquietante. O acaso alguna escena de aquella otra película de Polansky, Búscame ese vampiro, creo que se titulaba. Y espero no estar muy despistado, que uno lo es y mucho... pues ¿no pillaba por aquí la Transilvania? ¿o acaso aquello anda más al norte, por Rumanía?

De todos modos espero no necesitar las ristras de ajos para lo que me queda del viaje por estas montañas. Está claro que no siempre llueve cuando quieres; porque hoy no querría este calor todavía de verano, que lo que hoy necesitaría serían nubarrones y nieblas bajas con que poder alimentar mi cámara que busca en los paisajes que atravieso ahora los rastros de alguna lectura o película. Una tarea complicada esa la de que el tiempo y las estaciones bailen al ritmo de la batuta que tú les marques; por ello, esos días de más adelante, en que me he prometido, como Quique, cruzar el Adriático en barco, para llegar a Venecia y tratar así de recuperar el clímax que vivía Aschenbach, el personaje de Visconti, en Muerte en Veneci, intentaré que sean ya días de otoño pleno. Todos mis viajes a Venecia fueron viajes de verano; muchos y siempre llenos de sorpresas y de bellos rincones, especialmente uno que derivó, tras vaciar alguna botella de la excelente biblioteca de nuestro amigo Bertino de Brescia (biblioteca, eso decía él), en una fiesta de la que cuando despertamos en el aparcamiento antiguo, entonces un prado, nuestros entonces churumbeles nos miraban con ojos de asombro (cosas que tampoco ellos recordarán de nuestros largos viajes veraniegos; ¿a que no, Gorda?); siempre, y en esas circunstancias más, Venecia un paraíso de fachadas para mi cámara. En esta ocasión será otoño y trataré de llegar a ella viendo asomarse en la lejanía, sobre un mar cargado de nostalgia, la ciudad que pinté, sin conocerla así, en mi novela Verano. Precisamente mi personaje de entonces, Berta, que se había largado con un novio ocasional a aquella ciudad, decide su vuelta a Madrid en medio de un aguacero mientras busca cobijo a la altura del puente de Rialto. Carajo, se fue la luz. Advertían en la guía de hospedarse en hoteles con generadores, pero lo olvidé. A seguir con el boli, toca.

Las ciudades, como todas las cosas, hay que conocerlas en su salsa, y de la misma manera que en el contrato con su productora, Buster Keaton se comprometía a no reír en público, según cuenta Ramán Gubern, las ciudades que visitamos deberían estar prontas a presentarse ante nosotros de acuerdo a la imagen que guardamos de ellas: niebla londinense, claro está, en la ciudad inglesa para que perfil de los personajes, de Sheerlock Holmes, así como para su pipa y su gorro de paño a cuadros; mañana de amanecer frío cargado de expectativas para la Venecia de Visconti; tarde de sol y palomas blancas para el Sacré Coeur de París; sol de final de tarde también en el Bósforo que dibuje en el cielo los minaretes de la Gran Mezquita Azul sobre el cielo, en Estambul... Mucho pedir, claro.

Así que aquí, en lugar de sonidos de cadenas y chirriar de puertas en la noche, lo que hay, sí, es el prosaico y molesto sonido de los cláxones y motores entrando por el ventanal de mi habitación. Soñamos con algunos lugares, pero acostumbramos a vestirlos excesivamente adaptados a nuestros gustos, aunque a veces el encuentro, como les sucedió a Rosa y a Guille cuando aterrizaron en Nueva York este verano, todo fuera un cumplido encuentro con el cine, con el jazz, con la pintura, que ellos habían esperado. De todos modos, esa dichosa costumbre universal de adornar el pasado, las expectativas, los paisajes, y, donde simplemente había esforzados guerreros, pintar héroes y semidioses; o donde sólo había un pellejo de borrego, inventar un Vellocinio de Oro que lleve a los Argonautas a emprender viajes sin cuento; o un El Dorado... o simplemente ciudades, que pasan por la pátina de oro de una tarde excepcional y que un fotógrafo afortunado recogió para servir de golosina a los posibles visitantes, no está tampoco mal; ayuda a nuestras ganas de viajar. Y no es que la realidad sea siempre más prosaica que la imaginación, que muchas veces la realidad supera con creces a lo imaginado, sino que tendemos a recordar y reproducir de los espacios y la vida selectivamente de acuerdo con nuestros gustos y expectativas. Pero como ocurre, además, según algunos, que las cosas suceden en la medida de la fuerza de nuestro deseo, de la misma manera que no está enfermo más que el que quiere (y ojalá fuera cierto.... que ahí andamos todos tratando de creérnoslo), quién sabe si esta misma tarde las bajas presiones no hacen una visita a la zona y montan con sus lluvias un panorama adecuado para mi paseo.

Después me di una vuelta al final de la tarde y sí, allí arriba podrían habitar los vampiros, casas de piedra en los altos -descendientes de turcos y cristiano y un vejete que quiso charlar conmigo chapurreando su italiano-, y sobre ellas, dominando la colina, la sombra de un antiguo castillo en cuyo interior se movían sospechosas las sombras. Lo recorrí en silencio. Esto sí se parecía al escenario de la película de Dreyer.

Después fue bajar apaciblemente por las empinadas calles de piedra recogiendo alguna instantánea. Y más abajo comprobar cómo la antigua tradición turca de charlar sentados con los otros junto a una bebida, se cumplía aquí generosamente, igual que se cumplía en las tierras helénicas, también aquellos buenos frecuentadores de bares cuando la penumbra empieza a adueñarse ya de la ciudad.

Ese manto de armiño

Saranda (Albania), 24 de septiembre
Sobre el puente del Drina (Ivo Andric), puente de piedra de construcción otomana, pasan los años en forma de siglos ya, se ciernen sobre él las inundaciones de los malos tiempos, cuando el invierno bruscamente recoge las aguas de la montañas en abundante cantidad y las encauza por donde puede, y entonces los pueblos, los sembrados, los almacenes de grano, todo, queda sepultado por las aguas, incluido el propio puente que sólo deja ver la parte alta de sus arcos; ve pasar sobre su sólida construcción los ejércitos de uno y otro signo, las distintas creencias, judíos, musulmanes, cristianos, ortodoxos; el acecho de los levantamientos bosnios contra la dominación turca; incluso en la última década los aviones del imperio del Oeste, americanos e ingleses, convertidos en salvadores del mundo, se abalanzan sobre la región de la misma manera que lo hicieron los ejércitos de los sultanes siglos atrás.
Habré de acercarme a ver el puente. Después de que atraviese Montenegro. Quisiera ver el polvo, ese manto de armiño que ha de cubrir sus sillares...
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Ese manto de armiño que cubre los objetos,
ingrávida ceniza migratoria
aventada a las cuatro esquinas del planeta,
ese leve tumulto de partículas
que tiembla en las aristas de la luz,
serrín que precipita lo que existe,
es uno de los modos enigmáticos
con que se muestra el tiempo a nuestro asombro
...
mota de eternidad que se aposenta
sobre el vuelo del aire y perpetúa
su caricia en el mundo más remoto,
porque nada se pierde ni malgasta,
sólo este torbellino nos cambia de lugar,
bagatelas errantes,
bagatagelas.
(Carlos Marzal, Metales pesados)
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Ayer visité las ruinas de Butrint, el manto de armiño que cubría sus sillares, el teatro, el baptisterio, la basílica, los restos del acueducto, la acrópolis, el alcázar que mandara construir Ali Pasha, el Napoleón Musulmán, en lo alto de la colina. Más de dos mil quinientos años de historia en el reducido espacio de una península de unos pocos kilómetros cuadrados. Un espacio que satisface tanto las necesidades de los amantes de paseos por la naturaleza como la de aquellos interesados en los asuntos de la historia. Siguiendo la línea de la tradición homérica la ciudad fue fundada por Helenus, el hijo de Priamo, tras la caída de Troya, en torno al siglo XIII a.C.; después la visitaría Eneas de camino para Italia. Los primeros restos arqueológicos son del siglo VIII a.C. La zona vivió el esplendor romano cuando César y Augusto crearon aquí una rica colonia a la que se accedía por un largo puente de piedra sobre el que se levantaba también un acueducto; sufre el acoso posterior de los vándalos, enfrentamientos entre normandos y Bizancio, Venecia, los turcos, se convierte en una aldea de pescadores y en el siglo XIX vuelve a ver mejores tiempos con Ali Pasha. Pretigia el lugar las visitas de Lord Byron y Gerald Durrel, que narra algunos hechos en Mi familia y otros animales.
Y así todo, desde el puente sobre el Drina, a Butrint; de Borobudur en Java, al Gran Zimbabwe, a las ruinas de toda Grecia; una obviedad sobre la que es difícil pronunciarse de puro manoseada que está, pero que de vez en cuando cae sobre el viajero con una fuerza que los versos de Carlos Marzal en esta ocasión terminan por poner en el lugar que corresponde, hoy a esa parte importante de nuestra afanosidad, por el sencillo método de ponernos delante de las narices la escueta realidad del tránsito del tiempo, que suena siempre a aquella cantinela de las coplas de Jorge Manrique a la muerte de su padre.
Vivimos como si fuéramos a hacerlo eternamente; acumulando como si el resultado de nuestra acumulación fuera a acompañarnos indefinidamente después de que la barca de la muerte venga a buscarnos para darnos un paseo por un infinito similar al de las arenas del desierto. El esplendor de Butrint en la época romana debía de ser muy superior a esta ciudad próxima de hoy, Saranda; ni mejores ni peores tiempos, acaso. El espacio personal y social que los habitantes son capaces de encontrar en las rendijas del tiempo que les ha tocado vivir. La tierra queda sembrada de nostalgias, de delirios de grandeza, de locura, de amor... y es hermoso recorrerla y leer el paisaje urbano y agrícola como si éstos fueran un libro en donde el tiempo va escribiendo uno a uno cada renglón de su escritura. El suelo albanés, tras la dictadura de Hoxha, quedó sembrado con más de setecientos mil bunkers, que por su carácter indestructible, hormigón y hierro como para dar de comer a un regimiento, jalonan el paisaje dando a éste la pizca de ironía que el tiempo inevitablemente viene a poner en las cosas, ese manto de armiño que se posa sobre él y las cosas y que nos habla de lo efímero de nuestro ser: bagatelas errantes, bagatelas. La gente ahora no sabe qué hacer con ellos, esos mamotretos de cemento y hierro, de los que tanto abundaban también en España hace medio siglo; los pintan, los llenan de plantas... y la última generación de jóvenes encuentra en su oscuro interior un lugar donde perder de la virginidad, hacer el amor alejado de la mirada de los curiosos. Todo un símbolo, acaso, convertir un bunker en un nido de amor. Una sabiduría que habla excelentemente de nuestra capacidad para reciclar los continentes dándoles una función más acorde con nuestra necesidad de felicidad.
Tanto el puente sobre el Drina, como Butrint, como este paisaje de Saranda lleno de esqueletos de hormigón abandonados, que es esta ciudad, y que quizás nunca lleguen a concretarse en viviendas o en edificios terminados, son hoy, como casi todas las cosas, una metáfora de la vida. Si viviéramos como los huiliches de la isla de Chiloé, en Chile, que levantan sus casas para que duren no más de una década, periodo al final del cual se construyen otra más allá donde puedan seguir cortando más leña para el invierno; o si hubiéramos vivido como los nómadas, recolectando y buscando la caza siempre en un lugar al otro lado de las montañas, no habríamos construido este hermoso mundo que habitamos, no tendríamos el esplendor de nuestra cultura, etc., así que no es posible caer en la simplicidad de predicar simplemente una vida sencilla, que aunque tantas cosas positivas puede traer también, no habría conseguido lo que, pensando la vida como una eternidad, provoca en el hombre el deseo de la creación de obras que le superan mucho más allá de donde dura su existencia. Por ello es necesario que al menos una parte importante de la humanidad viva como si fuera a existir eternamente; esa ambición, aparte de dar salida a requerimientos internos, hace posible que el efecto acumulativo de la creatividad y la cultura, dé lugar a una civilización que puede tener los años tan contados como el puente sobre el Drina o la ciudad de Butrint, pero que es capaz de encontrar una motivación para seguir viviendo. Sólo que de vez en cuando es bueno recordarse a uno mismo que ese manto de armiño que cubre los objetos, una bagatela en definitiva, nosotros mismos en el tiempo, son el enigmático modo en que el tiempo, no mucho, nos hace ver la ligereza de la vida.

Nos han robado la vida

Saranda (Albania), 22 de septiembre

(Todas las imagenes a excepcion de la segunda pertenecen a Corfu, en Grecia)

Carta a mi family:

Hoy desde mi cama se ve el mar. Saranda, al sur de Albania. Una novedad muy agradable desde mi acostumbrado despelote de después de la comida, que no le cupo en mucho tiempo tanta gracia; esos hábitos de vagar en la penumbra de la cabaña hasta que el atardecer venía a tirarme de la hamaca y a quitarme el libro de las manos; o en otros muchos lugares del mundo hasta que los ojos me hacían chiribitas y tenía entonces que dar un paseo por el lugar que cupiera en ese instante, el jolgorio de la muchedumbre hindú, la negritud de alguna ciudad de África, o la hospitalidad de un paseo junto al mar en la isla de Java o Borneo. Hoy no, hoy está el mar, el espléndido mar frente a mí, la lejana línea de la costa que, allá, unos kilómetros delante de mí tuerce como la punta de enorme ancla (algo menos poético que aquello de la curva de ballesta del río Duero... pero es que don Manuel era don Manuel) para desvanecerse en las aguas del Adriático, que en este instante lucen una luminosa estela que campanillea sobre el agua.

Corfu

Saraban (Albania)

Me tenéis que perdonar, pero vuelve a sucederme; el otro día empecé una carta para Guille y según rodaba ésta terminó convirtiéndose también en unas líneas para mi blog; y hoy me parece que sucede otro tanto de lo mismo. ¿Sabéis que pasa?, que lo que va apareciendo ahí es un poco desde hace tiempo el testimonio de que existo, pienso pero el pensamiento no se desvanece al cabo de unos minutos, sino que toma forma y queda ahí, de cuerpo presente; en cierto modo da testimonio de mis días, te levantas por la mañana y miras el día anterior y dices: jo, pues no está mal; vamos que se confunde lo que escribo con lo que vivo, y más, lo que escribo tiene más posibilidades de durabilidad que lo que sólo pienso, que se me olvida al cabo de un rato. Y no es que busque perdurabilidad, polvo eres, etc., sino que el juguete de la vida se amplía, no sólo en lo que tienes delante sino en lo que vas fabricando día a día, a veces ideas que son ambiguas y que en el hecho de rodearlas con el trazo del boli, se hacen más presentes, de perfiles más nítidos; hay quien se pasa muchas horas mirando la tele o contemplando en el periódico la alineación de su equipo preferido para el partido del domingo, y otros, como me sucede a mí, que gustan remirar el trayecto de sus pensamientos en la escritura.

Es interesante eso de que existimos en lo que hacemos. A Guille, cuando de tanto en tanto le leo en antiguas correspondencias (me traje todas y ojeo últimamente algo de la de Asia del año noventa y nueve), existe en sus especulaciones sobre el arte y la lengua, en su mucho merodear por la música y la literatura; Mario existirá siempre en su letárgico encuentro con los libros y los exámenes, aunque en mucha mejor medida en su entusiasmo y su encuentro con los elementos, allá en las alturas de Valdemanco; Lucía existirá igualmente, aunque de vez en cuando el ánimo le haya andado un poco bajo, en ese montón de experiencias que de la mano de su Quique va teniendo, y en lo mucho que me seguiré metiendo siempre con ella.

Y si no me creéis que estas cosas sean ciertas no tengo más que sacar a colación a un brillante ilustrado que me hacía compañía últimamente, el señor Montaigne (al que por cierto le robé el otro día una cita asignándosela a Pamuk, esa mujer que gritaba alabando a Dios porque había sido saciada sin cometer pecado. El que tiene boca...), que se extendía largamente en algún lugar (no recuerdo dónde) sobre esa idea de que existimos en nuestros actos, de donde se deduce que si existimos en lo que hacemos con más razón habremos de existir, digo yo, en las palabras impresas como resultado de nuestros actos; que así hasta un futuro nieto lector podría un día interesarse por las elucubraciones de un abuelo (

J) un poco loco.

Hasta aquí tres párrafos de proemio; no está mal; primero para justificar que no os escriba directamente y que en su lugar os haga llegar estas líneas, y segundo para deciros a dónde he ido a parar hoy y lo bien que se está viviendo la sopa boba de un recién comenzado otoño en las riberas del Adriático; no ya las neblinosas montañas de las que huí ayer mismo, y que amenazaban con comerme el tarro con su ramalazo de melancolía. Hoy, pese a que tenga que entenderme con señas y que haya tenido que vagabundear por la ciudad no menos de dos horas para conseguir un cajero que funcionara, la cosa se presenta mucho más amable. ¡El sol! la culpa la tiene el sol y la suave temperatura. ¿Cómo podrá vivir todo el año esa gente que habita lugares por encima del paralelo de Helsinki sin que se les arrugue y se les ponga mustio el ánimo?

Por cierto, aunque no venga al caso, me acordé sin más, ¿sabéis que son los zaragüelles? Se metió la carta en los zaragüelles, leía el otro día. La palabra tiene una sonoridad especial que me encanta; y la Gorda debería reconocer que aunque no le guste ese tanto mirar de ellos o ellas allá los zaragüelles, eso no invalida la gratificación que ello produce.

Y más, hoy me surgen algunas preguntas y cómo estoy más solo que la una, aquí las meto; eso, aunque no venga a cuento. Y es que si no lo hago así después se me pierde o me olvido de ello. Hay una idea a la que no termino de poner de pie de ninguna manera por más que use de las palabras. Se trata de lo siguiente: un personaje, un árbol, defiende que a la gente le resulta más placentero mirar la imagen de un árbol que un árbol en sí, un argumento que servía a los ilustradores del Imperio Bizantino para substraerse a las innovaciones técnicas de los venecianos que empezaban a usar la perspectiva. Y el árbol, más adelante, para dar más empaque a sus argumentos, afirmaba, además, que de haber sido tomado por un árbol auténtico cualquier perro se le hubiera meado encima, razón por la cual decía no querer ser un árbol sino su significado. ¿Quién no se acostó alguna vez con una mujer que no era una mujer concreta (y el que diga lo contrario, por supuesto que miente), que igual podía llevar velo, que atravesar su moño largas agujas de tricotar, que vestir un hábito de monja, que ostentar sólo como señas de identidad un bonito cuerpo? ¿Qué pasa?, ¿es pecado hacer estas cosas? Y seguro que no necesariamente hay que acostarse, de la misma manera que los árboles no sólo sirven para hacer muebles o alimentar el fuego de la chimenea. Recuerdo una vez que me reprocharon, porque, decía ella, le había parecido en aquella mañana que había estado con una mujer cualquiera (lo que no era cierto). Interrupción, ¿una manifestación? bocinas a montones interrumpiendo la paz del paseo marítimo a la hora de la siesta. Me visto con una toalla y me asomo al balcón: una boda. Aplausos. Si a ella, la novia, le contara estas cosas, que pueden suceder, en día tan especial, lo mismo me daba un trancazo con el enorme ramo de rosas que lleva de la mano. ¿Habrá alguien que aclare alguna vez estas contradicciones, que no solamente las personas de carne y hueso tienen derecho a la vida, que también las otras, las que viven en nuestra imaginación, las que tienen la forma de nuestros deseos, las que alumbran algún trozo de camino en la oscuridad, las que resumen en sí mismas retazos de belleza insospechada, son también parte real del mundo que habitamos? La paz y el placer de mirar y pensar en esa mitad de la población que puebla el mundo... Pero si no es otra cosa que fluído biológico, dirá alguien. Ya, y qué. Incluso aunque fuera así, no por eso iba a dejar de ser bonito mirar en torno a los zaragüelles, seguir con los ojos el caminar de las mozas, o escuchar el suspiro que se entrevé en la mirada de ella cuando baja del tren y se acerca con los brazos abiertos a ese hombre que le está esperando con la sonrisa en los labios. Lo femenino está abocado a ser una permanente fuente de placer para nuestros sentidos, eso que la cursilería decimonónica denominaba el eterno... etc.

¿Qué por qué os cuento estas cosas a vosotros? Ni idea. Y menos hoy que de lo que debía de hablar sería de Albania, de cómo, por ejemplo, esta mañana nada más entrar en el puerto de Saranda, me vino a la cabeza ese "nos han robado la vida" que escribía Carlos Taibo en su obra Crisis y cambio en la Europa del Este, relatando cómo una mujer moscovita, que en los años setenta había viajado a algunas ciudades alemanas, lo expresaba con apasionamiento; algo que respondía a la abismal diferencia que veía entre el mundo del que venía y ése de una Alemania moderna y bien organizada. El mundo era tan diferente en éste último país, que bastaba abrir los ojos para comprender los errores del sistema político y económico que había hecho posible el atraso que sufría su país. Ese misterio que se cernía en décadas atrás sobre los impenetrables Países del Este, las restricciones de entrada, el control policial, la rigurosa organización por parte del sistema de cualquier viaje, revela en la actualidad, en este primer contacto ocular, qué era lo que realmente escondía ese largo periodo de oscuridad y represión. La toma que hice ayer de la ciudad de Corfú, una bella ciudad histórica que rentabiliza con el turismo su entorno estratégico, cuando el barco se aproximaba a tierra, y lo que ofrecía esta mañana la ciudad de Saranda, edificios grises de varios pisos dando la bienvenida al viajero, estructuras de hormigón a medio terminar, es en sí mismo un documento que muestra algunas diferencias evidentes de los sistemas bajo los que ambas ciudades han vivido.

Probablemente erais muy pequeños vosotros para que recordéis nuestro paso por aquellos paisajes humanos que visitamos en los años setenta, la antigua Checoslovaquia, donde un supermercado era una enorme nave semivacía, Yugoslavia, donde nuestra furgoneta familiar estuvo a punto de sucumbir después de que un mecánico turco ya le hiciera un arreglo de emergencia, Bulgaria, donde apenas pudimos parar y atravesamos como fantasmas en la noche porque el visado caducaba en cuarenta y ocho horas. Albania era impenetrable en aquella época. Un país que ha vivido en otra dimensión. Me entiendo con señas. Sólo en el hotel hablan un poco inglés. Es la primera vez que me pasa después de dar media vuelta al mundo. ¿Cuántos aspectos de la vida personal y social quedan bloqueados, no solamente aquellos económicos, cuando un grupo político, un dictador, intenta enmendar la plana al mundo y hacer un experimento de laboratorio con las poblaciones de un puñado de países? Un país que en las condiciones normales podría ostentar un nivel de vida no muy diferente del de Grecia, que podría tener un alto nivel de ingresos por el turismo debido la belleza de sus lugares naturales, de sus playas, se encuentra totalmente apartado de los circuitos turísticos, entre otras cosas porque carece de una adecuada infraestructura hotelera; algo muy propio de un país que permaneció durante décadas aislado en el corazón de Europa como una reliquia de la ideología stalinista. Precisamente, ahora acaso, uno de los principales motivos de visitar este país sea comprobar en qué consistía aquello que durante tantos años mantuvo en la oscuridad este territorio.

La verdad es que vuelve a hacer calor. Lo cual me alegra, mejor que el otoño espere un poco. Hoy, cuando al fin pude encontrar el dichoso cajero y me vi con dinero en el bolsillo, me metí en un chiringuito. Aquí de nuevo puedo comer en restaurantes, cosa que en Grecia fue casi prohibitivo para mi presupuesto. Pues bien, junto a las mesas estaban asando un cordero entero. Espeluznante mezcla de pensamientos. El cordero estaba empalado de la misma manera que el personaje de la novela de Ivo Andric, que contaba el otro día. ¿Qué media entre el estremecimiento que me produce el relato, y la visión de este animal ensartado sobre una barra de hierro que da vueltas sobre las brasas de carbón de encina? ¿Sólo la concomitancia del hecho de estar empalado? ¿Cómo nuestras relaciones con las personas y los animales son tan diferentes en función del hábito, la cercanía, los lazos que hayamos establecido con ellos? No comí muy a gusto hoy teniendo delante aquel cordero empalado. Sin embargo, lo que son las cosas, sí me fijé en cómo extendían la brasa todo a lo largo por debajo, en la altura a que éste giraba, en el modo en cómo le habían cosido para que girara de una manera homogénea. Lo recordaréis, ya hablamos alguna vez de asar un cordero en casa, y nunca llegamos a hacerlo porque nos pareció difícil o engorroso. Ahora ya no hay disculpa, la próxima primavera, cuando llegue la ocasión y la campana haya de repicar desde lo alto de una rama de un olmo en El Chorrillo con la buena nueva, sabremos cómo preparar un buen cordero a la manera de los tiempos de Obelix. Espero que para entonces me haya olvidado de la novela de Andric.

Y nada más por hoy. Sí, la extraña voz del muecín que irrumpe en este momento desde las calles de la mezquita próxima. Una curiosidad más escuchar en Europa esta voz cansina que canta los versos del Corán. Es mi primer día en los países Balcánicos, unos pocos contrastes ya para abrir el apetito.

Ya os he visto en la foto lo guapos y el buen aire que respiráis. Un beso a todos. Os quiero.

¿Será que ya hoy es lunes?

Kalambaka-Corfú, 21 de septiembre

Esta noche llovió; las montañas amanecieron cubiertas de nubes; bajó la temperatura. Me pregunto hasta cuándo puede estar uno vagando por el mundo; cuál es la medida del tiempo, la señal para el regreso a Ítaca. Decía un viajero con el que nos encontramos hace tiempo, un japonés que llevaba viajando mucho tiempo, que el día que amanezca lunes ésa será la señal para regresar a casa. Yo no sé si hoy es ya lunes ,pero lo cierto es que me levanté con una gran añoranza de casa y de los míos.

Cuando el tiempo se cierra y las nubes empiezan a vagar alrededor insistentemente, las cosas se ven distintas. Ya me sucedió el pasado año cuando en otoño salí a recolectar material para un libro; en Pirineos resistí varios días de aguacero refugiado en el coche, que previamente había acondicionado para el caso, pero pese al esplendor de los bosques y a sus colores de cuento no pude resistir la tentación de regresar a casa. Parece como si estuviéramos hechos de la necesidad de los cambios de ritmo; llegar a alcanzar cierto grado de saturación en lo que hacemos para al poco tiempo sentir de nuevo la necesidad de la llamada de la selva. Vivir entre la tensión y la distensión; quizás sea una de las características que rigen los ritmos de la vida.

Los hombres se dividieron desde el principio de los tiempos en nómadas y sedentarios; unos con la pulga benito en el cuerpo, siempre proyectando ir de aquí para allá, otros que apenas tienen necesidad de moverse de junto a la mesa camilla de su cuarto de estar. Entre unos y otros están las necesidades intermedias y ese juego biológico que alterna el reposo con la actividad. A las estaciones les sucede lo mismo, el calor del largo verano ha agostado la vegetación y los árboles muestran ya en sus hojas, sobre las laderas de las montañas que atravesamos, la cercanía del otoño. En la variedad está el gusto, decía mi madre. Los robles amarillean aquí antes que en nuestra tierra.

No sé si resistiré el tirón de la llamada de casa. Es una bonita época esta del otoño. Como todo está en nuestra cabeza es probable que en unos días cambie de opinión y me encuentre encantado también yo en esta dimensión del tiempo en que los bosques se visten de fiesta y en que el ánimo, poco a poco, ateniéndose a la mímesis estacional tenga tiempo de sobra para adornarse con la melancolía propia del tiempo neblinoso que arrastra la lluvia hasta nosotros; sí, antes de que el frío se eche encima y la noche nos llame junto al fuego de la chimenea. De momento esta mañana ya me compré un paraguas -ese compañero inseparable con que salir a buscar setas en los hayedos de Urbión, o níscalos en los pinares del Guadarrama- que sustituyera al que abandoné en Malawi cuando allí el invierno de Sudáfrica se convirtió repentinamente en verano ecuatorial.

Hoy el viaje se llenó de melancolía; le ando siguiendo la pista a unos versos de Machado, pero no me llegan, continenen esas tres palabras: tristeza que es... (acaso amor), pero no consigo recordar lo que sigue. Todos aquellos versos en torno a las tierras de Alvargonzález que volví a leer el pasado año mientras la lluvia golpeaba contra la chapa del coche, allá por las laderas de Cidones camino de la laguna Negra.

Mi viaje me trae de continuo un contacto profundo con las cosas, lluvia, niebla, campo, ese humo que sale ya por las chimeneas de los pueblos que atravesamos, esta tristeza que hoy exhala el paisaje, difuso y ventoso, de gris sucio, como visto a través de unos viejos visillos raídos. La pátina del tiempo caída sobre las montañas tristes, como adormiladas entre las sábanas esperando a que en algún momento del día venga el sol a calentarles los huesos.

El ánimo melancólico es un buen compañero de viaje a veces; cuando llueve el agua tañe de una manera entrañable; la niebla es parte de lo que aspiran mis pulmones; el runrún del autobús es el lejano metrónomo sobre cuyo pentagrama se mueven suavemente las notas que salen de las cuerdas de la mañana como si fueran notas de una obra de Satie. Las montañas que atravieso decoran la mañana y hacen que me acuerde de otros lejanos viajes en autobús por los Andes, una mañana entre Ayacucho y Andahuailas que el autobús empezó a trepar por las laderas hasta encontrar un camino entre las nubes, aquel día que el gran titular del periódico que leía mi vecino de al lado, decía crípticamente: “trasero aloca ministro”; un affaire que le había costado el cargo al señor ministro después de haber sido seducido por un bonito culo. El autobús se movía como una avioneta entre las nubes en torno a los cuatro mil metros. De vez en cuando aparecían los glaciares entre el hilachoso algodón de las laderas. Así hoy en esta tierra de Kavafis y Angelopoulos (la pasión sin freno de Kavafis y el inquietante buen cine de Angelopoulos eran cosas que me esperaban también cuando llegara a casa). Tierras que sonaban esta mañana a lejanas asignaturas olvidadas, las guerras del Peloponeso, Ciro el Grande, Alejandro, aquella famosa carrera con que culminó la batalla de Marathon; y ahí un poco más al norte Kosovo y la reciente guerra de los Balcanes. Las guerras; los hitos de la historia, junto al arte y el pensamiento; las raíces de nuestra cultura se alimenta de esta tierra hoy tan gris, tan triste.

Así hasta que la niebla lo cubrió todo, metida la mañana entera dentro de una nube, mientras la música que sonaba me recordaba algunas escenas del baile de Anthony Quinn, en Zorba el Griego.

No, espero que todavía no sea lunes. Hoy en vez dirigirme a los montes Pindos, en Ioannina giraré al oeste hasta Igoumenitsa y desde ahí saltaré a Corfú en el primer ferry que pille. Una decisión repentina que todavía quiere agarrarse al último sol de verano.


Meteora

Kalambaka, 19 de setiembre

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“No son iguales el ciego y el que ve”

(Corán, azora del Creador, 19)

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Creo que voy terminando el segundo litro de agua desde que he entrado en la habitación; eso más un melón, un buen racimo de uvas y medio litro de leche. Lo que necesite el cuerpo lo sabe él muy bien sin que haya que decírselo. Nueve horas de caminar desde antes del alba, aunque hubiera un largo intermedio bajo la sombra de un roble rodeado de acebos y a cuyos pies acudía regularmente un petirrojo más bien flacucho, en el que leí la cuarta parte de mi nueva novela que precede con su ambiente a mi llegada a los países balcánicos, Un puente sobre el Drina, de Ivo Andric, justo hasta que empezó a chispear y sesteé lo suficiente como para recuperar algo del sueño de una noche un poco inquieta.

La verdad es que no me interesaban demasiado los monasterios, sus pinturas o la iconografía, que son el atractivo con que se vende esta parte de Grecia, sino sus espectaculares monolitos de piedra, y el salero que tuvieron los monjes para colocar los monasterios en sus respectivas picorotas, cuando no en escarpadísimas e inaccesibles paredes. Algo muy interesante de considerar desde el punto de vista ascético, aunque ya no tanto en tiempos posteriores cuando a todos les dio por seguir el ejemplo y buscar cada cual el lugar más espectacular para sentar la realeza de sus devociones; que más bien, al menos en siglos recientes, me parecen excentricidades de llamar más la atención que de procurarse un retiro para el diálogo interior con Dios. Estas impresionantes esculturas naturales son conocidas con el nombre de Meteora porque parecen colgar o sostenerse en el aire (meteorizo en griego) por encima del llano. Sus cumbres, totalmente aisladas del resto del mundo, fue refugio de muchos eremitas a partir del siglo XI. Tres siglos después fue fundado el primer monasterio. No sé cómo los construyeron, pero desde luego la tarea parece de ciencia ficción, al menos para los pioneros, ya que éstos habilitaron incluso lo que la guía denomina una especie de cesta que era izada por los monjes mediante un cabrestante, para izar a los visitantes hasta el mismo monasterio. Un viejo dispositivo que actualmente ha sido sustituido por un pequeño funicular que sirve para hacer llegar a los monjes sus pedidos. Algo que los gerentes de Mercadona o Alcampo harían con gusto para promocionar sus ventas a domicilio vía cibernética; porque imagino que a estos monjes posmodernos no les faltará Internet allí en la picorota, al menos en mi paseo de hoy no faltaban los cables de la luz, el teléfono o la televisión trepando camino de su refugio.

Y ahora, para que la cosa sea de todo menos retiro espiritual, los turistas, nuestro turismo de masas: tanta gente desocupada sin saber en qué matar el tiempo... de esos que tanto abundan; a montones en estas tierras, doy fe de ello; esos que lo mismo les sirve el pozo de la tumba de Agamenón, unas piedras encima de otra, o un monasterio en alguna picorota porque siempre va a ver alguien que le lleve en volandas allá donde haya algo que ver sin que tengan que dar un paso. Cuando hoy miraba desde mi caminar solitario los kilómetros de largas filas de coches y autobuses que ocupaban las carreteras que llevaban a los monasterios más concurridos, allá arriba, me era imposible no reprimir una cierta zozobra. Esa sensación de Rodas, cientos de turistas detrás del paraguas en alto del cicerone: terrible; todos haciendo fotos a su alrededor con la cámara en alto por encima de la cabeza de los otros turistas, sin salir un tanto del entorno del rebaño; todos unos detrás de otro.

Hoy, el único reducto eremitíco que visité sólo era apto para gente habituada a trepar montañas, el Holy Spirit Monastery; llegar hasta él me supuso en algún momento una experiencia delicada que recordaba mis tiempos de escalador. Y más llegar hasta la campana que daba testimonio en la cumbre de la situación del monasterio, que consistía en una recoleta cueva protegida con una puerta de hierro, cuyo interior encalado y repleto de la iconografía clásica de la iglesia Ortodoxa Griega, era una preciosidad de sencillez y recogimiento. Pese a la poca luz conseguí hacer alguna fotografía de su interior. Por aquí deben de andar.

Había dormido mal. Últimamente soy como los niños, siempre duermo mal cuando al día siguiente muy temprano tengo alguna cosa entre manos. Lo de hoy era probablemente lo incierto de mi aventura. Primero, quería empezar a caminar de noche, cosa de vivir el momento más interesante del día, ver el color ámbar de la mañana sobre los picos; y segundo la posibilidad de no encontrar el camino en la oscuridad. Mis hijos me habrían comprendido enseguida, habrían dicho: seguro que había mil caminos para llegar allí arriba, una carretera, un ancho camino muletero, etc., en vez de ese enredo programado, y habrían tenido razón, porque yo lo que necesitaba era garantizarme un lugar por donde pudiera ver amanecer y, además, que fuera bonito y atrayente... total una canal que subía directamente a cierto monasterio (Aghios Nikolaos Bantovas Monastery), pero por donde no había pasado nadie en el último siglo; toda llena de zarzas, rocas que requerían experiencia y mucha atención, aparte de la dificultad de encontrar el camino en la oscuridad. Epure... un poco más allá del amanecer ya estaba en el collado. El monasterio era una bien cuidada construcción sobre la pared vertical de la montaña; el espectáculo matinal era digno de mi empeño madrugador. Abajo, la luz del sol llegaba en ese momento al pueblo de Kastraki, a mis pies; a mi alrededor los pináculos despertaban atrevidamente verticales del frío de la noche. Ni en éste ni el siguiente monasterio, el Aghios Gregorios, los monjes habían tenido tiempo de despertarse aún.

Era agradable caminar con la fresca, bajar por el bosque de acebos sin prisas camino del Kastraki; y subir después por la ladera opuesta del valle que se abría a nuevos motivos que fotografiar, grandes gigantes de piedra siempre rodeando el valle. No era mi intención agotar todo el día caminando de un lado para otro; tenía tiempo de sobra hasta el crepúsculo, así que después de atravesar un collado desde donde un nuevo monasterio, el de Roussanou, asomaba en lo alto como el mascarón de proa de un enorme barco de piedra, decidí tomarme un descanso en un pequeño prado junto a un enorme arce rodeado de robles y acebos. Desde allí podía oír las voces de una pareja de escaladores que arremetían contra el vertical espolón que había dejado atrás hacía un momento. La novela de Ivo Andric había llegado a un punto en donde suelo rehuir la lectura; algo que me sucede bastante con el cine; mi cuerpo resiste difícilmente la violencia, lo espeluznante; cerré un par de veces el libro, pero al final sí conseguí continuar con la lectura. El cabecilla de los saboteadores de la construcción del puente es condenado a morir empalado. No recuerdo ahora mismo una escena tan dura en el ámbito de la literatura. El verdugo debe ser capaz de empalar a la víctima sin tocar los órganos vitales, de manera que ésta pueda seguir con vida durante largo tiempo; la operación termina cuando la punta del palo ensebado después de atravesar el ano sale por entre los omóplatos. El autor deja con vida a la víctima hasta la tarde del día posterior. Me llegaban las voces de los escaladores, asegurados con sus cuerdas doscientos metros más arriba sobre mi cabeza. Levantaba la vista de mi libro y no era capaz de recordar mi estado anímico cuando treinta años atrás yo arremetía cada fin de semana ese tipo de actividad en Galayos o en la Pedriza; ¿temblaban mis manos y piernas?, ¿o por el contrario cada paso que daba, cada metro ganado a la pared me hacía fuerte, seguro de mí mismo, capaz de ponerme a la altura de mis posibilidades? ¡Qué hermosos tiempos los de exponer la vida en estas aventuras “inútiles”! ¡Esa fuerza que me llenaba el cuerpo, la pasión por el vacío, la dicha de la cumbre acercándose poco a poco! ¡Cómo van a ser iguales el ciego y el que ve! ¿Cuánto de lo que soy se lo debo a la montaña, a aquellas escaladas, a mis largas travesías de los Alpes o los Pirineos? Un brusco ruido de mosquetones me sacó de mis divagaciones; algo había fallado allá arriba, el primero de la cuerda colgaba ahora unos metros por debajo de su compañero: sólo un susto. Se rehizo en seguida. Diez minutos después reemprendía la ascensión, le oía pedir cuerda al compañero desde más arriba. No siempre el peligro queda atrás definitivamente. Ahora, los trabajadores del puente de la novela de Andric habían recogido el cuerpo empalado sobre unas parihuelas y atravesaban el andamiaje para transportarlo hacia la orilla y dar de comer a los perros con el cadáver. En Galayos, un invierno, subiendo la gran canal helada del Torreón, nos encontramos una mañana el cadáver de un compañero que nadie había echado de menos y que en la niebla de la noche anterior debía de haber errado el camino. Su cuerpo estaba totalmente rígido, sus brazos extendidos, las piernas abiertas; alguien se acercó al refugio a por la percha (un dispositivo parecido a las parihuelas en las que fue transportado el personaje de la novela); su cuerpo no cabía en aquel dispositivo. Recuerdo todavía hoy cómo sonaban los huesos de sus brazos cuando me tocó plegarlos para meter la parte superior del cadáver en la percha, antes de emprender un peligroso descenso por la pendiente de nieve helada. También el cadáver de la novela estaba rígido aquella mañana. También yo quedé colgado en alguna ocasión de la cuerda de escalada. También muchos compañeros de escalada murieron en los Alpes, en los Picos de Europa, en Gredos. También Nena, mi querida Nena, murió frente a los ojos de mis veintiún años en un accidente, mientras escalábamos en los Alpes.

El puente quedó terminado. Ahora mi señalizador es la fotografía que me enviaron de casa. Cuando he terminado de leer, busco la foto unas páginas más adelante, la miro, compruebo que todos están ahí, la Gorda como casi siempre últimamente en todas las fotografías, haciendo el tonto (creo que le pasa lo que a mí, a veces el rubor la puede, y entonces se acabó, no hay forma de hacer la foto); los demás sonrientes, apaciblemente relajados; Mario y Victoria sosteniendo el cartelito. La miro, decía, y la introduzco en el principio del capítulo V.

Me quedé tumbado mirando a las nubes; de vez en cuando se posaba el petirrojo sobre la piedra de enfrente. Recordé aquel otro petirrojo del otoño pasado en el Cañón del río Lobos, aquel otro que venía a comer delante de la ventana de mi cabaña... Y al poco rato empezó a chispear. Recogí mis cosas y seguí mi camino; dos, tres horas más todavía, buscando los rastros de senda, retrocediendo, mirando el mapa, sacando la cámara de vez en cuando para volver a fotografiar desde otro ángulo el mismo paisaje, otros nuevos pináculos, las copas amarillentas del bosque que se extendían como una alfombra en el valle que descendía al final de la tarde hacia Kalambaka.

Cerca del pueblo volví a sentarme y a sacar mi libro. El puente, aunque terminado todavía estaba envuelto en el andamiaje, la masa informe de vigas y tablas entrecruzadas, las grúas de madera, los restos de la obra. Para los habitantes de Visegrad, hasta entonces, aquella obra había tenido un aspecto absurdo, sin relación unas partes con otras; sin embargo, aquella mañana se produjo el milagro: “Primero aparecieron los ojos, los más pequeños, en la parte alta, así como los más cercanos a la orilla; más tarde se revelaron, uno tras otro, los demás, hasta que el último de ellos se vio despojado de los andamiajes y el puente entero apareció tendido sobre sus once arcos poderosos, perfectos y extraños en su belleza como un paisaje nuevo y curioso que se ofrecía a los ojos de los lugareños”. Preciosa conclusión de las obras de los hombres. Da cosa decirlo, pero yo también me sentía constructor en muchos aspectos; los hijos no son la menor razón de ello; la vida entera, nosotros mismos, lo mucho o poco que hacemos con nuestras manos.

Atardecía; cerré mi libro, tomé los palos de escoba que había “robado” en el hotel para usarlos como bastones y bajé despacio el último trecho de camino que me llevaba al pueblo. Los gigantes de Meteora se preparaban para pasar la noche.

Viaje en tren

Kalambaka (Meteora), 18 de septiembre

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Porque amamos, somos. (Ensayos, Montaigne)

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VIAJE EN TREN

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Mi sueño

tenía la forma de un cuerpo

entre las brumas de la siesta,

sus aristas eran blandas

y estaba hecho de una música conocida.

Despierto, extiendo el brazo

y sólo encuentro su eco,

algo así como las notas

rezadas de una melodía

extinguida hace tiempo;

y mi ánimo, ciego,

que no lo sabe,

cierra los ojos intentando abrazar

ese ruido de sonajas

que tiembla todavía en la tarde.

Restos de un sueño.

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Frente a Kalambaka,

algo más que un pueblo,

se alzan los pináculos de Meteora

y sus monasterios.

Ruge una moto

ladra un perro,

pasan deslizando los pies bajo mi ventana,

las palabras,

una madre que le habla a un niño,

un anciano que arrastra

por la calle la voz y el cuerpo.

También esto está en mi sueño

mientras despierto,

mientras las caderas

en donde posaba mis manos

se hacían viento

como nubes sin prisa

jugando a ser esto o aquello.

.

Tañen,

las campanas llaman a la oración;

débitos arcanos con los dioses.

Huérfanos de bronce en penitencia

los pináculos de Meteora

como monjes petrificados

por el aliento de alguna maldición

guardan silencio.

Atardece.

.

Y yo vuelvo a recordar los cuerpos,

vinieron así por las buenas

a ocupar mi mañana de viaje en tren

camino del norte y los Balcanes.

Tomas la realidad,

los pasajeros del tren y del metro,

les quitas las obligaciones,

les robas los destinos de esta mañana,

el teléfono móvil,

sus aspectos de serios ciudadanos

y les dejas sólo los deseos.

Así los miro yo,

yo hoy tan yo como ellos,

nos veo de carne y bruma

soñando como yo con otros cuerpos,

con otras manos con que pasear junto al mar

mientras la temperatura se hace suave

y el agua chapotea contra los guijarros.

Recuerdos recientes de otras islas

donde cogidos de la mano

él y ella, tantos, eran la nota tierna

que acompañaba el crepúsculo

mientras yo leía un libro

en un banco de madera junto al puerto.

.

(Mamá, mamá... me llega de la calle,

y la mamá ni flores, de cháchara.

Mamá, mamá... ya, ya mi neno,

y la mamá y el niño ríen como para una fiesta)

.

Manos cómplices

en cuya piel dura el calor

acaso del otro cuerpo

retenido al final de la siesta,

el calor húmedo de ella,

la suavidad del sexo

adormecido sobre el muslo,

el rescoldo tibio de unos besos

como una parte más de los hábitos,

manos y cuerpos, distraídos,

como quien reza el rosario.

Bendita rutina la de extender la mano

y encontrar más allá

las colinas y los valles

el calor de la tierra,

su aliento adormilado.

.

(Las siete,

ya no hay tiempo para las fotos

con que la luz de la tarde

debe vestir el espectáculo

de los enormes huérfanos de bronce

junto al pueblo.)

.

Hoy mi hombro y mis manos

piden también atención,

artrosis, reúma, alguna cosa de esas,

piden mi atención

como esos pasajeros del metro

a los que desposeí de las obligaciones

y dejé tan sólo con sus deseos.

Pienso,

trato de ver en ellos lo implícito

en estos hombres y mujeres que pueblan

los vagones del tren y el metro;

el primor con que vistieron su cuerpo,

tantos detalles,

el escote ni mucho ni poco, lo justo,

el mechón de pelo,

el rojo de los labios

el pelo, la barba, el atavío entero:

todo lleva a lo implícito,

entrar por otros ojos

y encandilarlos con la nana

de nuestra presencia;

quiéreme, le decimos al otro,

que tus manos y tus ojos me acaricien, pasajero.

Todo esto veo implícito hoy en el metro.

.

Que aunque nuestro día se llene de serias tareas,

el erotismo no falte.

Quiéreme le digo a los otros viajeros

cada mañana cuando salgo a la calle.

Yo, ser alguien para el otro,

un perfume, un deseo, un te quiero.

Conocí a una isabel

que se pintaba en cantidad para nadie,

altiva como un pavo, para nadie.

Lo que decimos con la boca,

el cuerpo, más sabio,

lo desmiente por la tarde.

Suda, ríe o tiene una erección cuando le place,

o acaso llora sin más

como fue el caso ayer martes

cuando abrí el paquete en donde

mi hija, la Gorda, me enviaba

los libros con que continuar mi viaje

y me encontré con la foto:

siete rostros mirando a la cámara

con ese te echamos de menos delante.

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Tantas cosas,

tan implícitas como el aire.

En el tren también había una mujer joven

que asomaba por el óvalo de su velo

una belleza de ojos negros de otras latitudes.

Todos estamos en el metro o en la calle,

espectáculo unos de otros,

como la naturaleza, el mar, las montañas,

o en esta Meteora de hoy, los roquedales.

. . .

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Pintar la penumbra

Atenas, 16 de septiembre

En realidad no queremos pintar algo que conocemos con toda su luz, sino algo desconocido y en penumbra

(Me llamo Rojo, Pamuk)

Sucede con frecuencia que la penumbra y el silencio traigan lo que el empeño y los largos razonamientos no fueron capaces de aproximar. Algo desconocido cuyos perfiles se mueven sigilosamente en la semioscuridad. Es el modo en como nacen del fondo de nuestras pupilas algunos seres misteriosos cuya existencia acaso no pasa de ser una lejana intuición entrevista en estado preconsciente.

Hablar sobre lo que se conoce y se sabe carece muchas veces del estímulo necesario; por ello necesitamos explorar los límites de lo desconocido, un camino del que no conocemos las claves, senderos sin muchos hitos que sólo tras las largas caminatas de los primeros días podemos empezamos a comprender. “El oficio de vagar asombrado entre las cosas” pertenece a esta clase de peregrinaje de quien pretende hacer un poco de luz en la ambigüedad de los secretos de la realidad. Los temas que me asaltan estos días están en esa línea. El asombro ante las propias contradicciones, ante los matices de los sentimientos y las emociones. Nada se conoce con mucha luz, la apariencia engaña; continuamente nos vemos obligados a rectificar en lo que decimos.

Mi oficio y mi arte es vivir, afirmaba Montaigne. Montaigne apenas escribía de otra cosa que no fuera de sí mismo. “Hace muchos años que soy el único objetivo de mis pensamientos, que no analizo ni estudio sino mi propia persona”, decía. Si se hubiera conocido realmente con toda la luz con que parece que todos tenemos conocimiento de nosotros mismos, sus famosos Ensayos no habrían sido escritos. Toda la sabiduría de este autor estuvo dedicada al conocimiento de ese espacio de penumbra que era él mismo.

Llegué a estas consideraciones pensando en la dichosa manía de hablar con excesiva frecuencia de mí mismo que viene alimentando estos blogs desde que emprendí viaje la pasada primavera. El autor que cito da razones para hacer algo parecido como para parar un carro; y entre ellas no es la menor el beneficio personal que saca del conocimiento de sí mismo, amén del placer en sí de escribir. Si no fuera por los tiempos que corren de avances técnicos, hubiera sido impensable entretenerse tan sistemáticamente en un trabajo así, como mucho se habría quedado en unas páginas de diario, pero ya puestos, y más, animado por algunos de los que me leéis, no parece del todo improcedente meter las narices de vez en cuando en temas tan universales como ese que aparece con tanta frecuencia en los blogs: el amor y sus concomitantes.

Hay quien afirma, además, que no somos tan diferentes unos de otros y que hablar de uno es como hablar de otros muchos; lo que da en definitiva para permitirse la libertad de escribir sobre todo lo que a uno le pasa por la mollera cuadre o no con el viaje. Volviendo al hilo de la cita que encabeza esta página, la idea que hoy me rondaba era por una parte la facilidad con la que suelo incurrir en contradicciones expresando puntos de vista diferentes sobre un mismo tema, y por otra lo extremamente escurridizos y difíciles de atrapar que son algunos conceptos; de ahí esa “línea de sombra” (Conrad) por la que tantas veces caminamos sin saber bien a qué santo encomendarnos. Y de ahí la afirmación que encabeza estas líneas de descubrir las satisfacciones que pueden proporcionar caminar por esa línea de sombra de lo que sin llegar a ser desconocido del todo, en absoluto conocemos suficientemente.

Así que con la linterna en la mano y grandes posibilidades de equivocarse, aunque también de descubrir nuevas trochas y puntos de vista diferentes -todas estas afirmaciones que surgen de vez en cuando sobre lo divino y lo humano, y que en algún momento movieron a mi amiga Marisa a una crítica poco halagüeña para mí-, el viaje continua por parecidos derroteros, hoy con la aclaración de que el recorrido que se hace por algunos temas tiene esa característica que da un paseo en donde más que un análisis fundamentado propio de un especialista, priman las conjeturas personales y la luz que proporciona la propia experiencia. Un ejercicio de juntapalabras, ya lo dije en alguna ocasión, con la única pretensión de expresar lo mejor que uno pueda los contenidos y las experiencias que le son cercanos o que en el deambular por ahí se ponen al alcance de su mano.

Sucede a cada momento que el paisaje cambie de contenido o que sean los ojos que cambian su modo de mirar, y así un día la riada de turistas son el rebaño que don Quijote confundía con un ejército contra el que arremeter, y otro esos mismos turistas se convierten en admirados visitantes de la obra de Praxíteles con los que comparto las horas del mediodía; y otro tanto con el amor, que un día aparece como un calvario sólo apto para engañabobos y al momento siguiente como el paraíso en donde han de encontrar el descanso las almas de los sin Dios.

En cualquier modo no puede faltar esa dosis de asombro en lo que pintamos, esa admiración con que nos aproximamos a paisajes desconocidos, porque en el momento en que el asombro o la curiosidad mermen su presencia, estaremos matando la posibilidad del descubrimiento, eso que tira de nosotros y por cuya razón empeñamos tantos esfuerzos en la vida. De ahí que seguir la pista a lo desconocido y moverse en las cercanías de la penumbra intentando hacer luz en nosotros o en las realidades que nos circundan sea un buen modo de explorar la vida y de ejercitarse en el arte de esa pintura que va a alimentar tanto nuestra necesidad de conocimiento como la de crear objetos bellos que admirar entre una siesta y otra.

Hoy hubo elecciones en Grecia. Apenas me enteré. La calle cercana a Sintagma Square y Plaka, en Atenas, estaba tomada por los turistas. Mi hilo conductor callejero, al final de la tarde, fue localizar posibles graffitis para la colección de mi hijo Guille (podéis curiosear sus trabajos picando en este vínculo: Escrito en la pared). Alguna de las pinturas que encontré aparecen aquí.