Tilos

Isla de Tilos, 13 de septiembre

Las olas chapotean cadentes y reiterativas sobre los guijarros un poco más allá en donde sentado contemplo la tarde. A lo lejos, detrás de la línea del mar, las montañas de la costa turca son un desvaído perfil de grises que se va apagando poco a poco con las luces del crepúsculo. Un peñasco frente a la playa, que a poco de mi llegada tenía un intenso color granate, ahora ofrece la forma de un bisonte que moja los belfos en el mar. La brisa sopla de tierra bajando de las lomas, donde los olivos, viejos y asalvajados, abandonados décadas atrás, forman pequeñas manchas de color. Unos sauces, algunos cercados de piedras donde antes se guardaba el ganado, y prados agostados donde pastan algunas cabras. No es fácil imaginar este pequeño paraíso solitario después del multitudinario aluvión de turistas de ayer. Sólo he necesitado caminar una hora para encontrarme la soledad de la playa y el mar para mí solo.

Tilos es una pequeña isla que se puede recorrer en unas pocas zancadas. Hoy, después de que atracará el ferry, opté por un camino que trepaba en la falda de la montaña próxima. La trocha atravesaba un pequeño barrio encalado en donde el juego del blanco y del azul del mar, una bella estampa rural que se repite en todas las islas del Egeo, me recordaban las costas de Túnez, unas docenas de bellas diapositivas tomadas en Cartago treinta años atrás.

Es un día muy especial. Se me ocurrió sin más cuando el barco rozaba la costa antes de atracar en la localidad de Livadia. Tras los acantilados se adivinaban ensenadas solitarias donde probablemente no sería difícil encontrar un lugar para dormir. No tengo saco, voy con lo puesto, pero el atractivo de encontrar una playa solitaria en donde pasar la noche oyendo el ruido del mar supera la posibilidad de las incomodidades. Así que me acerqué a un supermercado, me hice con algunas provisiones y tiré camino arriba siguiendo la línea de la costa.

Ahora anochece, cadencias de olas. Ni siquiera me apetece abrir un libro, mirar los versos de Carlos Marzal o seguir con la novela de Pamuk. El agua es como un sonajero, me adormila su rumor mientras miro a lo lejos cómo se van fundiendo los azules de las montañas y el mar se van apagando hasta adquirir el color más denso de la ceniza, tonos de plata vieja que no tardarán en ir cubriéndose de la herrumbre oscura de la noche.

Hay demasiada gente en el mundo; eso o que vivimos lejos de la naturaleza. Hoy me doy cuenta de lo mucho que echo menos este silencio lleno de olas, los peñascos, el duro suelo, yo solo dentro de todo esto; como amigos que se encuentran, como amados en silencio recogiendo de la brisa los murmullos de los olivos; esas estrellas que van saliendo poco a poco sobre el zenit, recordándome a quién me debo, cuál es mi mundo, a dónde debo regresar constantemente, humildemente. Porque aunque el hombre haya hecho maravillas desde el principio de los tiempos, basta una tarde, noche ya, como ésta para que todo el sosiego que la vida necesita se aglutine alrededor de un trozo de naturaleza.

Una noche para soñar con los largos viajes marinos bajo las estrellas. Algo que habré de encargar a los dioses para la siguiente reencarnación; los años de la vida no da para todo. A mí en ésta no me cupo mucho más que mi querencia por los largos correteos por las montañas; espero que en la siguiente se me reserve algo del fondo marino y algunos viaje a vela alrededor del mundo; un sueño del que tiene la culpa un tal Julio Villar y su ¡Eh, petrel! No, nada de Odiseos, que estaba un poco loco; mejor hacerse con toda la gratuidad del mundo y vagar interminablemente alrededor del planeta a la búsqueda de uno mismo.

Preparé mi vivac junto al agua. Vida elemental: el macuto haría de almohada y una toalla de lecho. Después fue aflojarme los cordones de los deportivos, estirarme en el suelo y mirar las estrellas; arriba del todo Casiopea, más allá el Triángulo del Verano, sobre las sombras de las colinas la Osa Mayor, y encima ese río de leche por donde dicen que orientan sus pasos los peregrinos camino de Santiago de Compostela. Millares de estrellas transmitiendo un relajado sosiego a mi ánimo.

Cuando desperté la línea del horizonte había empezado a iluminarse de miel y ámbar; después el mar salió de su negrura y se hizo azul prusia; las aguas embestían con fuerza sobre los peñascos cercanos dejando tras cada golpe el murmullo de los pequeños cantos rodados que resbalaban hacia la orilla.

Salió el sol, la temperatura se hizo tibia, me despojé de toda la ropa. Mi cuerpo era otro elemento más entre las piedras, la hierba agostada, las olas. Fue imperativo celebrar la venida del día fornicando con la madre tierra; y cerrar los párpados y sentir el universo como un canto, como si la brisa y el agua estuvieran silbando sotovoce aquella música de Haendel para mí solo.

Más tarde apareció el inglés con el que había compartido la playa el día anterior. Me oyó comprensivo durante un rato hablar de constelaciones, de soledad, de la magnífica noche que precedió a la mañana. Una cortés cháchara de vecinos.

Con el sol ya alto di cuanta de un poco de queso, un melocotón y medio brick de leche. Después me dispuse a mirar el horizonte. Hoy era mañana de tomar el sol en cueros.

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