Nos han robado la vida

Saranda (Albania), 22 de septiembre

(Todas las imagenes a excepcion de la segunda pertenecen a Corfu, en Grecia)

Carta a mi family:

Hoy desde mi cama se ve el mar. Saranda, al sur de Albania. Una novedad muy agradable desde mi acostumbrado despelote de después de la comida, que no le cupo en mucho tiempo tanta gracia; esos hábitos de vagar en la penumbra de la cabaña hasta que el atardecer venía a tirarme de la hamaca y a quitarme el libro de las manos; o en otros muchos lugares del mundo hasta que los ojos me hacían chiribitas y tenía entonces que dar un paseo por el lugar que cupiera en ese instante, el jolgorio de la muchedumbre hindú, la negritud de alguna ciudad de África, o la hospitalidad de un paseo junto al mar en la isla de Java o Borneo. Hoy no, hoy está el mar, el espléndido mar frente a mí, la lejana línea de la costa que, allá, unos kilómetros delante de mí tuerce como la punta de enorme ancla (algo menos poético que aquello de la curva de ballesta del río Duero... pero es que don Manuel era don Manuel) para desvanecerse en las aguas del Adriático, que en este instante lucen una luminosa estela que campanillea sobre el agua.

Corfu

Saraban (Albania)

Me tenéis que perdonar, pero vuelve a sucederme; el otro día empecé una carta para Guille y según rodaba ésta terminó convirtiéndose también en unas líneas para mi blog; y hoy me parece que sucede otro tanto de lo mismo. ¿Sabéis que pasa?, que lo que va apareciendo ahí es un poco desde hace tiempo el testimonio de que existo, pienso pero el pensamiento no se desvanece al cabo de unos minutos, sino que toma forma y queda ahí, de cuerpo presente; en cierto modo da testimonio de mis días, te levantas por la mañana y miras el día anterior y dices: jo, pues no está mal; vamos que se confunde lo que escribo con lo que vivo, y más, lo que escribo tiene más posibilidades de durabilidad que lo que sólo pienso, que se me olvida al cabo de un rato. Y no es que busque perdurabilidad, polvo eres, etc., sino que el juguete de la vida se amplía, no sólo en lo que tienes delante sino en lo que vas fabricando día a día, a veces ideas que son ambiguas y que en el hecho de rodearlas con el trazo del boli, se hacen más presentes, de perfiles más nítidos; hay quien se pasa muchas horas mirando la tele o contemplando en el periódico la alineación de su equipo preferido para el partido del domingo, y otros, como me sucede a mí, que gustan remirar el trayecto de sus pensamientos en la escritura.

Es interesante eso de que existimos en lo que hacemos. A Guille, cuando de tanto en tanto le leo en antiguas correspondencias (me traje todas y ojeo últimamente algo de la de Asia del año noventa y nueve), existe en sus especulaciones sobre el arte y la lengua, en su mucho merodear por la música y la literatura; Mario existirá siempre en su letárgico encuentro con los libros y los exámenes, aunque en mucha mejor medida en su entusiasmo y su encuentro con los elementos, allá en las alturas de Valdemanco; Lucía existirá igualmente, aunque de vez en cuando el ánimo le haya andado un poco bajo, en ese montón de experiencias que de la mano de su Quique va teniendo, y en lo mucho que me seguiré metiendo siempre con ella.

Y si no me creéis que estas cosas sean ciertas no tengo más que sacar a colación a un brillante ilustrado que me hacía compañía últimamente, el señor Montaigne (al que por cierto le robé el otro día una cita asignándosela a Pamuk, esa mujer que gritaba alabando a Dios porque había sido saciada sin cometer pecado. El que tiene boca...), que se extendía largamente en algún lugar (no recuerdo dónde) sobre esa idea de que existimos en nuestros actos, de donde se deduce que si existimos en lo que hacemos con más razón habremos de existir, digo yo, en las palabras impresas como resultado de nuestros actos; que así hasta un futuro nieto lector podría un día interesarse por las elucubraciones de un abuelo (

J) un poco loco.

Hasta aquí tres párrafos de proemio; no está mal; primero para justificar que no os escriba directamente y que en su lugar os haga llegar estas líneas, y segundo para deciros a dónde he ido a parar hoy y lo bien que se está viviendo la sopa boba de un recién comenzado otoño en las riberas del Adriático; no ya las neblinosas montañas de las que huí ayer mismo, y que amenazaban con comerme el tarro con su ramalazo de melancolía. Hoy, pese a que tenga que entenderme con señas y que haya tenido que vagabundear por la ciudad no menos de dos horas para conseguir un cajero que funcionara, la cosa se presenta mucho más amable. ¡El sol! la culpa la tiene el sol y la suave temperatura. ¿Cómo podrá vivir todo el año esa gente que habita lugares por encima del paralelo de Helsinki sin que se les arrugue y se les ponga mustio el ánimo?

Por cierto, aunque no venga al caso, me acordé sin más, ¿sabéis que son los zaragüelles? Se metió la carta en los zaragüelles, leía el otro día. La palabra tiene una sonoridad especial que me encanta; y la Gorda debería reconocer que aunque no le guste ese tanto mirar de ellos o ellas allá los zaragüelles, eso no invalida la gratificación que ello produce.

Y más, hoy me surgen algunas preguntas y cómo estoy más solo que la una, aquí las meto; eso, aunque no venga a cuento. Y es que si no lo hago así después se me pierde o me olvido de ello. Hay una idea a la que no termino de poner de pie de ninguna manera por más que use de las palabras. Se trata de lo siguiente: un personaje, un árbol, defiende que a la gente le resulta más placentero mirar la imagen de un árbol que un árbol en sí, un argumento que servía a los ilustradores del Imperio Bizantino para substraerse a las innovaciones técnicas de los venecianos que empezaban a usar la perspectiva. Y el árbol, más adelante, para dar más empaque a sus argumentos, afirmaba, además, que de haber sido tomado por un árbol auténtico cualquier perro se le hubiera meado encima, razón por la cual decía no querer ser un árbol sino su significado. ¿Quién no se acostó alguna vez con una mujer que no era una mujer concreta (y el que diga lo contrario, por supuesto que miente), que igual podía llevar velo, que atravesar su moño largas agujas de tricotar, que vestir un hábito de monja, que ostentar sólo como señas de identidad un bonito cuerpo? ¿Qué pasa?, ¿es pecado hacer estas cosas? Y seguro que no necesariamente hay que acostarse, de la misma manera que los árboles no sólo sirven para hacer muebles o alimentar el fuego de la chimenea. Recuerdo una vez que me reprocharon, porque, decía ella, le había parecido en aquella mañana que había estado con una mujer cualquiera (lo que no era cierto). Interrupción, ¿una manifestación? bocinas a montones interrumpiendo la paz del paseo marítimo a la hora de la siesta. Me visto con una toalla y me asomo al balcón: una boda. Aplausos. Si a ella, la novia, le contara estas cosas, que pueden suceder, en día tan especial, lo mismo me daba un trancazo con el enorme ramo de rosas que lleva de la mano. ¿Habrá alguien que aclare alguna vez estas contradicciones, que no solamente las personas de carne y hueso tienen derecho a la vida, que también las otras, las que viven en nuestra imaginación, las que tienen la forma de nuestros deseos, las que alumbran algún trozo de camino en la oscuridad, las que resumen en sí mismas retazos de belleza insospechada, son también parte real del mundo que habitamos? La paz y el placer de mirar y pensar en esa mitad de la población que puebla el mundo... Pero si no es otra cosa que fluído biológico, dirá alguien. Ya, y qué. Incluso aunque fuera así, no por eso iba a dejar de ser bonito mirar en torno a los zaragüelles, seguir con los ojos el caminar de las mozas, o escuchar el suspiro que se entrevé en la mirada de ella cuando baja del tren y se acerca con los brazos abiertos a ese hombre que le está esperando con la sonrisa en los labios. Lo femenino está abocado a ser una permanente fuente de placer para nuestros sentidos, eso que la cursilería decimonónica denominaba el eterno... etc.

¿Qué por qué os cuento estas cosas a vosotros? Ni idea. Y menos hoy que de lo que debía de hablar sería de Albania, de cómo, por ejemplo, esta mañana nada más entrar en el puerto de Saranda, me vino a la cabeza ese "nos han robado la vida" que escribía Carlos Taibo en su obra Crisis y cambio en la Europa del Este, relatando cómo una mujer moscovita, que en los años setenta había viajado a algunas ciudades alemanas, lo expresaba con apasionamiento; algo que respondía a la abismal diferencia que veía entre el mundo del que venía y ése de una Alemania moderna y bien organizada. El mundo era tan diferente en éste último país, que bastaba abrir los ojos para comprender los errores del sistema político y económico que había hecho posible el atraso que sufría su país. Ese misterio que se cernía en décadas atrás sobre los impenetrables Países del Este, las restricciones de entrada, el control policial, la rigurosa organización por parte del sistema de cualquier viaje, revela en la actualidad, en este primer contacto ocular, qué era lo que realmente escondía ese largo periodo de oscuridad y represión. La toma que hice ayer de la ciudad de Corfú, una bella ciudad histórica que rentabiliza con el turismo su entorno estratégico, cuando el barco se aproximaba a tierra, y lo que ofrecía esta mañana la ciudad de Saranda, edificios grises de varios pisos dando la bienvenida al viajero, estructuras de hormigón a medio terminar, es en sí mismo un documento que muestra algunas diferencias evidentes de los sistemas bajo los que ambas ciudades han vivido.

Probablemente erais muy pequeños vosotros para que recordéis nuestro paso por aquellos paisajes humanos que visitamos en los años setenta, la antigua Checoslovaquia, donde un supermercado era una enorme nave semivacía, Yugoslavia, donde nuestra furgoneta familiar estuvo a punto de sucumbir después de que un mecánico turco ya le hiciera un arreglo de emergencia, Bulgaria, donde apenas pudimos parar y atravesamos como fantasmas en la noche porque el visado caducaba en cuarenta y ocho horas. Albania era impenetrable en aquella época. Un país que ha vivido en otra dimensión. Me entiendo con señas. Sólo en el hotel hablan un poco inglés. Es la primera vez que me pasa después de dar media vuelta al mundo. ¿Cuántos aspectos de la vida personal y social quedan bloqueados, no solamente aquellos económicos, cuando un grupo político, un dictador, intenta enmendar la plana al mundo y hacer un experimento de laboratorio con las poblaciones de un puñado de países? Un país que en las condiciones normales podría ostentar un nivel de vida no muy diferente del de Grecia, que podría tener un alto nivel de ingresos por el turismo debido la belleza de sus lugares naturales, de sus playas, se encuentra totalmente apartado de los circuitos turísticos, entre otras cosas porque carece de una adecuada infraestructura hotelera; algo muy propio de un país que permaneció durante décadas aislado en el corazón de Europa como una reliquia de la ideología stalinista. Precisamente, ahora acaso, uno de los principales motivos de visitar este país sea comprobar en qué consistía aquello que durante tantos años mantuvo en la oscuridad este territorio.

La verdad es que vuelve a hacer calor. Lo cual me alegra, mejor que el otoño espere un poco. Hoy, cuando al fin pude encontrar el dichoso cajero y me vi con dinero en el bolsillo, me metí en un chiringuito. Aquí de nuevo puedo comer en restaurantes, cosa que en Grecia fue casi prohibitivo para mi presupuesto. Pues bien, junto a las mesas estaban asando un cordero entero. Espeluznante mezcla de pensamientos. El cordero estaba empalado de la misma manera que el personaje de la novela de Ivo Andric, que contaba el otro día. ¿Qué media entre el estremecimiento que me produce el relato, y la visión de este animal ensartado sobre una barra de hierro que da vueltas sobre las brasas de carbón de encina? ¿Sólo la concomitancia del hecho de estar empalado? ¿Cómo nuestras relaciones con las personas y los animales son tan diferentes en función del hábito, la cercanía, los lazos que hayamos establecido con ellos? No comí muy a gusto hoy teniendo delante aquel cordero empalado. Sin embargo, lo que son las cosas, sí me fijé en cómo extendían la brasa todo a lo largo por debajo, en la altura a que éste giraba, en el modo en cómo le habían cosido para que girara de una manera homogénea. Lo recordaréis, ya hablamos alguna vez de asar un cordero en casa, y nunca llegamos a hacerlo porque nos pareció difícil o engorroso. Ahora ya no hay disculpa, la próxima primavera, cuando llegue la ocasión y la campana haya de repicar desde lo alto de una rama de un olmo en El Chorrillo con la buena nueva, sabremos cómo preparar un buen cordero a la manera de los tiempos de Obelix. Espero que para entonces me haya olvidado de la novela de Andric.

Y nada más por hoy. Sí, la extraña voz del muecín que irrumpe en este momento desde las calles de la mezquita próxima. Una curiosidad más escuchar en Europa esta voz cansina que canta los versos del Corán. Es mi primer día en los países Balcánicos, unos pocos contrastes ya para abrir el apetito.

Ya os he visto en la foto lo guapos y el buen aire que respiráis. Un beso a todos. Os quiero.

No hay comentarios: