Tierra de vampiros

Gjirokaster (Albania), 24 de septiembre

Vine a esta ciudad porque prometía, según la guía, ser tierra de vampiros y seres similares, pero me parece que en tanto la niebla y el tétrico andamiaje de invierno a que nos tiene acostumbrados las películas de terror, no haga acto de presencia, esto no va a adquirir la credibilidad debida. La verdad es que lo que buscaba eran los rastros de las películas de Dreyer, Vampyr, de los años treinta, y la de Wegener, El Golem, de 1915 que vi el pasado invierno cuando empecé a aproximarme a la historia del cine; aquel terrorífico castillo entre las montañas que habitaba un ser de negro y estirado de aspecto inquietante. O acaso alguna escena de aquella otra película de Polansky, Búscame ese vampiro, creo que se titulaba. Y espero no estar muy despistado, que uno lo es y mucho... pues ¿no pillaba por aquí la Transilvania? ¿o acaso aquello anda más al norte, por Rumanía?

De todos modos espero no necesitar las ristras de ajos para lo que me queda del viaje por estas montañas. Está claro que no siempre llueve cuando quieres; porque hoy no querría este calor todavía de verano, que lo que hoy necesitaría serían nubarrones y nieblas bajas con que poder alimentar mi cámara que busca en los paisajes que atravieso ahora los rastros de alguna lectura o película. Una tarea complicada esa la de que el tiempo y las estaciones bailen al ritmo de la batuta que tú les marques; por ello, esos días de más adelante, en que me he prometido, como Quique, cruzar el Adriático en barco, para llegar a Venecia y tratar así de recuperar el clímax que vivía Aschenbach, el personaje de Visconti, en Muerte en Veneci, intentaré que sean ya días de otoño pleno. Todos mis viajes a Venecia fueron viajes de verano; muchos y siempre llenos de sorpresas y de bellos rincones, especialmente uno que derivó, tras vaciar alguna botella de la excelente biblioteca de nuestro amigo Bertino de Brescia (biblioteca, eso decía él), en una fiesta de la que cuando despertamos en el aparcamiento antiguo, entonces un prado, nuestros entonces churumbeles nos miraban con ojos de asombro (cosas que tampoco ellos recordarán de nuestros largos viajes veraniegos; ¿a que no, Gorda?); siempre, y en esas circunstancias más, Venecia un paraíso de fachadas para mi cámara. En esta ocasión será otoño y trataré de llegar a ella viendo asomarse en la lejanía, sobre un mar cargado de nostalgia, la ciudad que pinté, sin conocerla así, en mi novela Verano. Precisamente mi personaje de entonces, Berta, que se había largado con un novio ocasional a aquella ciudad, decide su vuelta a Madrid en medio de un aguacero mientras busca cobijo a la altura del puente de Rialto. Carajo, se fue la luz. Advertían en la guía de hospedarse en hoteles con generadores, pero lo olvidé. A seguir con el boli, toca.

Las ciudades, como todas las cosas, hay que conocerlas en su salsa, y de la misma manera que en el contrato con su productora, Buster Keaton se comprometía a no reír en público, según cuenta Ramán Gubern, las ciudades que visitamos deberían estar prontas a presentarse ante nosotros de acuerdo a la imagen que guardamos de ellas: niebla londinense, claro está, en la ciudad inglesa para que perfil de los personajes, de Sheerlock Holmes, así como para su pipa y su gorro de paño a cuadros; mañana de amanecer frío cargado de expectativas para la Venecia de Visconti; tarde de sol y palomas blancas para el Sacré Coeur de París; sol de final de tarde también en el Bósforo que dibuje en el cielo los minaretes de la Gran Mezquita Azul sobre el cielo, en Estambul... Mucho pedir, claro.

Así que aquí, en lugar de sonidos de cadenas y chirriar de puertas en la noche, lo que hay, sí, es el prosaico y molesto sonido de los cláxones y motores entrando por el ventanal de mi habitación. Soñamos con algunos lugares, pero acostumbramos a vestirlos excesivamente adaptados a nuestros gustos, aunque a veces el encuentro, como les sucedió a Rosa y a Guille cuando aterrizaron en Nueva York este verano, todo fuera un cumplido encuentro con el cine, con el jazz, con la pintura, que ellos habían esperado. De todos modos, esa dichosa costumbre universal de adornar el pasado, las expectativas, los paisajes, y, donde simplemente había esforzados guerreros, pintar héroes y semidioses; o donde sólo había un pellejo de borrego, inventar un Vellocinio de Oro que lleve a los Argonautas a emprender viajes sin cuento; o un El Dorado... o simplemente ciudades, que pasan por la pátina de oro de una tarde excepcional y que un fotógrafo afortunado recogió para servir de golosina a los posibles visitantes, no está tampoco mal; ayuda a nuestras ganas de viajar. Y no es que la realidad sea siempre más prosaica que la imaginación, que muchas veces la realidad supera con creces a lo imaginado, sino que tendemos a recordar y reproducir de los espacios y la vida selectivamente de acuerdo con nuestros gustos y expectativas. Pero como ocurre, además, según algunos, que las cosas suceden en la medida de la fuerza de nuestro deseo, de la misma manera que no está enfermo más que el que quiere (y ojalá fuera cierto.... que ahí andamos todos tratando de creérnoslo), quién sabe si esta misma tarde las bajas presiones no hacen una visita a la zona y montan con sus lluvias un panorama adecuado para mi paseo.

Después me di una vuelta al final de la tarde y sí, allí arriba podrían habitar los vampiros, casas de piedra en los altos -descendientes de turcos y cristiano y un vejete que quiso charlar conmigo chapurreando su italiano-, y sobre ellas, dominando la colina, la sombra de un antiguo castillo en cuyo interior se movían sospechosas las sombras. Lo recorrí en silencio. Esto sí se parecía al escenario de la película de Dreyer.

Después fue bajar apaciblemente por las empinadas calles de piedra recogiendo alguna instantánea. Y más abajo comprobar cómo la antigua tradición turca de charlar sentados con los otros junto a una bebida, se cumplía aquí generosamente, igual que se cumplía en las tierras helénicas, también aquellos buenos frecuentadores de bares cuando la penumbra empieza a adueñarse ya de la ciudad.

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