Meteora

Kalambaka, 19 de setiembre

.

“No son iguales el ciego y el que ve”

(Corán, azora del Creador, 19)

.

Creo que voy terminando el segundo litro de agua desde que he entrado en la habitación; eso más un melón, un buen racimo de uvas y medio litro de leche. Lo que necesite el cuerpo lo sabe él muy bien sin que haya que decírselo. Nueve horas de caminar desde antes del alba, aunque hubiera un largo intermedio bajo la sombra de un roble rodeado de acebos y a cuyos pies acudía regularmente un petirrojo más bien flacucho, en el que leí la cuarta parte de mi nueva novela que precede con su ambiente a mi llegada a los países balcánicos, Un puente sobre el Drina, de Ivo Andric, justo hasta que empezó a chispear y sesteé lo suficiente como para recuperar algo del sueño de una noche un poco inquieta.

La verdad es que no me interesaban demasiado los monasterios, sus pinturas o la iconografía, que son el atractivo con que se vende esta parte de Grecia, sino sus espectaculares monolitos de piedra, y el salero que tuvieron los monjes para colocar los monasterios en sus respectivas picorotas, cuando no en escarpadísimas e inaccesibles paredes. Algo muy interesante de considerar desde el punto de vista ascético, aunque ya no tanto en tiempos posteriores cuando a todos les dio por seguir el ejemplo y buscar cada cual el lugar más espectacular para sentar la realeza de sus devociones; que más bien, al menos en siglos recientes, me parecen excentricidades de llamar más la atención que de procurarse un retiro para el diálogo interior con Dios. Estas impresionantes esculturas naturales son conocidas con el nombre de Meteora porque parecen colgar o sostenerse en el aire (meteorizo en griego) por encima del llano. Sus cumbres, totalmente aisladas del resto del mundo, fue refugio de muchos eremitas a partir del siglo XI. Tres siglos después fue fundado el primer monasterio. No sé cómo los construyeron, pero desde luego la tarea parece de ciencia ficción, al menos para los pioneros, ya que éstos habilitaron incluso lo que la guía denomina una especie de cesta que era izada por los monjes mediante un cabrestante, para izar a los visitantes hasta el mismo monasterio. Un viejo dispositivo que actualmente ha sido sustituido por un pequeño funicular que sirve para hacer llegar a los monjes sus pedidos. Algo que los gerentes de Mercadona o Alcampo harían con gusto para promocionar sus ventas a domicilio vía cibernética; porque imagino que a estos monjes posmodernos no les faltará Internet allí en la picorota, al menos en mi paseo de hoy no faltaban los cables de la luz, el teléfono o la televisión trepando camino de su refugio.

Y ahora, para que la cosa sea de todo menos retiro espiritual, los turistas, nuestro turismo de masas: tanta gente desocupada sin saber en qué matar el tiempo... de esos que tanto abundan; a montones en estas tierras, doy fe de ello; esos que lo mismo les sirve el pozo de la tumba de Agamenón, unas piedras encima de otra, o un monasterio en alguna picorota porque siempre va a ver alguien que le lleve en volandas allá donde haya algo que ver sin que tengan que dar un paso. Cuando hoy miraba desde mi caminar solitario los kilómetros de largas filas de coches y autobuses que ocupaban las carreteras que llevaban a los monasterios más concurridos, allá arriba, me era imposible no reprimir una cierta zozobra. Esa sensación de Rodas, cientos de turistas detrás del paraguas en alto del cicerone: terrible; todos haciendo fotos a su alrededor con la cámara en alto por encima de la cabeza de los otros turistas, sin salir un tanto del entorno del rebaño; todos unos detrás de otro.

Hoy, el único reducto eremitíco que visité sólo era apto para gente habituada a trepar montañas, el Holy Spirit Monastery; llegar hasta él me supuso en algún momento una experiencia delicada que recordaba mis tiempos de escalador. Y más llegar hasta la campana que daba testimonio en la cumbre de la situación del monasterio, que consistía en una recoleta cueva protegida con una puerta de hierro, cuyo interior encalado y repleto de la iconografía clásica de la iglesia Ortodoxa Griega, era una preciosidad de sencillez y recogimiento. Pese a la poca luz conseguí hacer alguna fotografía de su interior. Por aquí deben de andar.

Había dormido mal. Últimamente soy como los niños, siempre duermo mal cuando al día siguiente muy temprano tengo alguna cosa entre manos. Lo de hoy era probablemente lo incierto de mi aventura. Primero, quería empezar a caminar de noche, cosa de vivir el momento más interesante del día, ver el color ámbar de la mañana sobre los picos; y segundo la posibilidad de no encontrar el camino en la oscuridad. Mis hijos me habrían comprendido enseguida, habrían dicho: seguro que había mil caminos para llegar allí arriba, una carretera, un ancho camino muletero, etc., en vez de ese enredo programado, y habrían tenido razón, porque yo lo que necesitaba era garantizarme un lugar por donde pudiera ver amanecer y, además, que fuera bonito y atrayente... total una canal que subía directamente a cierto monasterio (Aghios Nikolaos Bantovas Monastery), pero por donde no había pasado nadie en el último siglo; toda llena de zarzas, rocas que requerían experiencia y mucha atención, aparte de la dificultad de encontrar el camino en la oscuridad. Epure... un poco más allá del amanecer ya estaba en el collado. El monasterio era una bien cuidada construcción sobre la pared vertical de la montaña; el espectáculo matinal era digno de mi empeño madrugador. Abajo, la luz del sol llegaba en ese momento al pueblo de Kastraki, a mis pies; a mi alrededor los pináculos despertaban atrevidamente verticales del frío de la noche. Ni en éste ni el siguiente monasterio, el Aghios Gregorios, los monjes habían tenido tiempo de despertarse aún.

Era agradable caminar con la fresca, bajar por el bosque de acebos sin prisas camino del Kastraki; y subir después por la ladera opuesta del valle que se abría a nuevos motivos que fotografiar, grandes gigantes de piedra siempre rodeando el valle. No era mi intención agotar todo el día caminando de un lado para otro; tenía tiempo de sobra hasta el crepúsculo, así que después de atravesar un collado desde donde un nuevo monasterio, el de Roussanou, asomaba en lo alto como el mascarón de proa de un enorme barco de piedra, decidí tomarme un descanso en un pequeño prado junto a un enorme arce rodeado de robles y acebos. Desde allí podía oír las voces de una pareja de escaladores que arremetían contra el vertical espolón que había dejado atrás hacía un momento. La novela de Ivo Andric había llegado a un punto en donde suelo rehuir la lectura; algo que me sucede bastante con el cine; mi cuerpo resiste difícilmente la violencia, lo espeluznante; cerré un par de veces el libro, pero al final sí conseguí continuar con la lectura. El cabecilla de los saboteadores de la construcción del puente es condenado a morir empalado. No recuerdo ahora mismo una escena tan dura en el ámbito de la literatura. El verdugo debe ser capaz de empalar a la víctima sin tocar los órganos vitales, de manera que ésta pueda seguir con vida durante largo tiempo; la operación termina cuando la punta del palo ensebado después de atravesar el ano sale por entre los omóplatos. El autor deja con vida a la víctima hasta la tarde del día posterior. Me llegaban las voces de los escaladores, asegurados con sus cuerdas doscientos metros más arriba sobre mi cabeza. Levantaba la vista de mi libro y no era capaz de recordar mi estado anímico cuando treinta años atrás yo arremetía cada fin de semana ese tipo de actividad en Galayos o en la Pedriza; ¿temblaban mis manos y piernas?, ¿o por el contrario cada paso que daba, cada metro ganado a la pared me hacía fuerte, seguro de mí mismo, capaz de ponerme a la altura de mis posibilidades? ¡Qué hermosos tiempos los de exponer la vida en estas aventuras “inútiles”! ¡Esa fuerza que me llenaba el cuerpo, la pasión por el vacío, la dicha de la cumbre acercándose poco a poco! ¡Cómo van a ser iguales el ciego y el que ve! ¿Cuánto de lo que soy se lo debo a la montaña, a aquellas escaladas, a mis largas travesías de los Alpes o los Pirineos? Un brusco ruido de mosquetones me sacó de mis divagaciones; algo había fallado allá arriba, el primero de la cuerda colgaba ahora unos metros por debajo de su compañero: sólo un susto. Se rehizo en seguida. Diez minutos después reemprendía la ascensión, le oía pedir cuerda al compañero desde más arriba. No siempre el peligro queda atrás definitivamente. Ahora, los trabajadores del puente de la novela de Andric habían recogido el cuerpo empalado sobre unas parihuelas y atravesaban el andamiaje para transportarlo hacia la orilla y dar de comer a los perros con el cadáver. En Galayos, un invierno, subiendo la gran canal helada del Torreón, nos encontramos una mañana el cadáver de un compañero que nadie había echado de menos y que en la niebla de la noche anterior debía de haber errado el camino. Su cuerpo estaba totalmente rígido, sus brazos extendidos, las piernas abiertas; alguien se acercó al refugio a por la percha (un dispositivo parecido a las parihuelas en las que fue transportado el personaje de la novela); su cuerpo no cabía en aquel dispositivo. Recuerdo todavía hoy cómo sonaban los huesos de sus brazos cuando me tocó plegarlos para meter la parte superior del cadáver en la percha, antes de emprender un peligroso descenso por la pendiente de nieve helada. También el cadáver de la novela estaba rígido aquella mañana. También yo quedé colgado en alguna ocasión de la cuerda de escalada. También muchos compañeros de escalada murieron en los Alpes, en los Picos de Europa, en Gredos. También Nena, mi querida Nena, murió frente a los ojos de mis veintiún años en un accidente, mientras escalábamos en los Alpes.

El puente quedó terminado. Ahora mi señalizador es la fotografía que me enviaron de casa. Cuando he terminado de leer, busco la foto unas páginas más adelante, la miro, compruebo que todos están ahí, la Gorda como casi siempre últimamente en todas las fotografías, haciendo el tonto (creo que le pasa lo que a mí, a veces el rubor la puede, y entonces se acabó, no hay forma de hacer la foto); los demás sonrientes, apaciblemente relajados; Mario y Victoria sosteniendo el cartelito. La miro, decía, y la introduzco en el principio del capítulo V.

Me quedé tumbado mirando a las nubes; de vez en cuando se posaba el petirrojo sobre la piedra de enfrente. Recordé aquel otro petirrojo del otoño pasado en el Cañón del río Lobos, aquel otro que venía a comer delante de la ventana de mi cabaña... Y al poco rato empezó a chispear. Recogí mis cosas y seguí mi camino; dos, tres horas más todavía, buscando los rastros de senda, retrocediendo, mirando el mapa, sacando la cámara de vez en cuando para volver a fotografiar desde otro ángulo el mismo paisaje, otros nuevos pináculos, las copas amarillentas del bosque que se extendían como una alfombra en el valle que descendía al final de la tarde hacia Kalambaka.

Cerca del pueblo volví a sentarme y a sacar mi libro. El puente, aunque terminado todavía estaba envuelto en el andamiaje, la masa informe de vigas y tablas entrecruzadas, las grúas de madera, los restos de la obra. Para los habitantes de Visegrad, hasta entonces, aquella obra había tenido un aspecto absurdo, sin relación unas partes con otras; sin embargo, aquella mañana se produjo el milagro: “Primero aparecieron los ojos, los más pequeños, en la parte alta, así como los más cercanos a la orilla; más tarde se revelaron, uno tras otro, los demás, hasta que el último de ellos se vio despojado de los andamiajes y el puente entero apareció tendido sobre sus once arcos poderosos, perfectos y extraños en su belleza como un paisaje nuevo y curioso que se ofrecía a los ojos de los lugareños”. Preciosa conclusión de las obras de los hombres. Da cosa decirlo, pero yo también me sentía constructor en muchos aspectos; los hijos no son la menor razón de ello; la vida entera, nosotros mismos, lo mucho o poco que hacemos con nuestras manos.

Atardecía; cerré mi libro, tomé los palos de escoba que había “robado” en el hotel para usarlos como bastones y bajé despacio el último trecho de camino que me llevaba al pueblo. Los gigantes de Meteora se preparaban para pasar la noche.

No hay comentarios: