Kalambaka (Meteora), 18 de septiembre
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Porque amamos, somos. (Ensayos, Montaigne)
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VIAJE EN TREN
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Mi sueño
tenía la forma de un cuerpo
entre las brumas de la siesta,
sus aristas eran blandas
y estaba hecho de una música conocida.
Despierto, extiendo el brazo
y sólo encuentro su eco,
algo así como las notas
rezadas de una melodía
extinguida hace tiempo;
y mi ánimo, ciego,
que no lo sabe,
cierra los ojos intentando abrazar
ese ruido de sonajas
que tiembla todavía en la tarde.
Restos de un sueño.
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Frente a Kalambaka,
algo más que un pueblo,
se alzan los pináculos de Meteora
y sus monasterios.
Ruge una moto
ladra un perro,
pasan deslizando los pies bajo mi ventana,
las palabras,
una madre que le habla a un niño,
un anciano que arrastra
por la calle la voz y el cuerpo.
También esto está en mi sueño
mientras despierto,
mientras las caderas
en donde posaba mis manos
se hacían viento
como nubes sin prisa
jugando a ser esto o aquello.
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Tañen,
las campanas llaman a la oración;
débitos arcanos con los dioses.
Huérfanos de bronce en penitencia
los pináculos de Meteora
como monjes petrificados
por el aliento de alguna maldición
guardan silencio.
Atardece.
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Y yo vuelvo a recordar los cuerpos,
vinieron así por las buenas
a ocupar mi mañana de viaje en tren
camino del norte y los Balcanes.
Tomas la realidad,
los pasajeros del tren y del metro,
les quitas las obligaciones,
les robas los destinos de esta mañana,
el teléfono móvil,
sus aspectos de serios ciudadanos
y les dejas sólo los deseos.
Así los miro yo,
yo hoy tan yo como ellos,
nos veo de carne y bruma
soñando como yo con otros cuerpos,
con otras manos con que pasear junto al mar
mientras la temperatura se hace suave
y el agua chapotea contra los guijarros.
Recuerdos recientes de otras islas
donde cogidos de la mano
él y ella, tantos, eran la nota tierna
que acompañaba el crepúsculo
mientras yo leía un libro
en un banco de madera junto al puerto.
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(Mamá, mamá... me llega de la calle,
y la mamá ni flores, de cháchara.
Mamá, mamá... ya, ya mi neno,
y la mamá y el niño ríen como para una fiesta)
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Manos cómplices
en cuya piel dura el calor
acaso del otro cuerpo
retenido al final de la siesta,
el calor húmedo de ella,
la suavidad del sexo
adormecido sobre el muslo,
el rescoldo tibio de unos besos
como una parte más de los hábitos,
manos y cuerpos, distraídos,
como quien reza el rosario.
Bendita rutina la de extender la mano
y encontrar más allá
las colinas y los valles
el calor de la tierra,
su aliento adormilado.
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(Las siete,
ya no hay tiempo para las fotos
con que la luz de la tarde
debe vestir el espectáculo
de los enormes huérfanos de bronce
junto al pueblo.)
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Hoy mi hombro y mis manos
piden también atención,
artrosis, reúma, alguna cosa de esas,
piden mi atención
como esos pasajeros del metro
a los que desposeí de las obligaciones
y dejé tan sólo con sus deseos.
Pienso,
trato de ver en ellos lo implícito
en estos hombres y mujeres que pueblan
los vagones del tren y el metro;
el primor con que vistieron su cuerpo,
tantos detalles,
el escote ni mucho ni poco, lo justo,
el mechón de pelo,
el rojo de los labios
el pelo, la barba, el atavío entero:
todo lleva a lo implícito,
entrar por otros ojos
y encandilarlos con la nana
de nuestra presencia;
quiéreme, le decimos al otro,
que tus manos y tus ojos me acaricien, pasajero.
Todo esto veo implícito hoy en el metro.
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Que aunque nuestro día se llene de serias tareas,
el erotismo no falte.
Quiéreme le digo a los otros viajeros
cada mañana cuando salgo a la calle.
Yo, ser alguien para el otro,
un perfume, un deseo, un te quiero.
Conocí a una isabel
que se pintaba en cantidad para nadie,
altiva como un pavo, para nadie.
Lo que decimos con la boca,
el cuerpo, más sabio,
lo desmiente por la tarde.
Suda, ríe o tiene una erección cuando le place,
o acaso llora sin más
como fue el caso ayer martes
cuando abrí el paquete en donde
mi hija, la Gorda, me enviaba
los libros con que continuar mi viaje
y me encontré con la foto:
siete rostros mirando a la cámara
con ese te echamos de menos delante.
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Tantas cosas,
tan implícitas como el aire.
En el tren también había una mujer joven
que asomaba por el óvalo de su velo
una belleza de ojos negros de otras latitudes.
Todos estamos en el metro o en la calle,
espectáculo unos de otros,
como la naturaleza, el mar, las montañas,
o en esta Meteora de hoy, los roquedales.
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