Epílogo: Mirar la vida

El Chorrillo, 1 de octubre

Mirar la vida, atender a las telarañas del cerebro, como decía Thoreau, pasar el plumero sobre su moblaje mientras la brisa riza las aguas del lago. Hacer limpieza en el mágico interior de la cabaña junto al lago, entretenerse con el jolgorio de los pájaros y dejar pasar las estaciones. Este era el punto de partida hace un rato antes de terminar de ver Campanadas a medianoche, de Orson Wells; pero tras la actuación de Wells y las siempre amedrentadoras palabras de Shakespeare, apenas cabe otra cosa que marcharse a la cama y dejar las ganas de escribir para otro momento. Shakespeare deja todo tan pequeño a su alrededor, nos convierte tan en miserables y pretensiosos gusanos que más que estimarle por su arte deberíamos odiarle por hacernos sentirnos tan pequeños y mediocres. Interrumpir la escritura con textos de esta magnitud evidentemente es un error que inhibe una parte importante del propio discurso, obligándonos a revisar de arriba a abajo la pobreza de lo poco que uno es capaz de escribir. De todos modos la noche es hermosa y el grigrí de los grillos y la oscuridad que viene de parcela, asalvajada y descuidada, y más hermosa por tanto, animan a escribir algunas líneas antes de irse a la cama.

Una amiga mía que me odia -eso dice ella- (aunque de hacer caso a aquello que leí no recientemente en algún lugar: You can’t hate somebody so violently unless a part of you also loves it, podría pensarse otra cosa), y a la que yo estimo mucho más de lo que ella se piensa, me escribe no hace mucho para decirme que soy un enamorado de mí mismo (y para no quedarse corta, añade que soy prepotente, creído y sobrado). Así que aunque la noche sea hermosa y propicia a la soledad y la escritura, después de la película y de estas últimas palabras poco parece que vaya a poder quedar de mi autoestima para poder alargar la noche con un poco de escritura, esa pequeña debilidad que a veces le ayuda a uno a estar no sólo más despierto, sino a llevar adelante tanto los malos momentos como la presión de los buenos que pugnan por expresarse a través de la escritura.

Mi último post, el que daba por finalizado el viaje, terminó de una manera tan abrupta y breve que me dejó el mal sabor de boca de cosa inconclusa; un larguísimo peregrinar por el mundo no podía terminar así, me decía; pero es que no encontraba ánimo tampoco para otra cosa. De golpe me sentí en otra dimensión; lo que preveía sucedió; ahora sería diferente, tendría que esperar para volver a retomar algún tema. Y así, hoy, después de mi vuelta a mis hábitos de hamaca tras la comida, hice lo que tantas y tantas veces: nada. Funciona en ocasiones; el simple hecho de mirar la vida desde lo alto de la hamaca, sin otra pretensión que contemplarla, trae calor al cuerpo, alivia las penas o pone a mi ánimo en disposición de hacer algo productivo.

La verdad es que es una pena no dedicar tiempo suficiente a mirar la vida. Miramos el campo, el paisaje que atravesamos, un atardecer, el mar, el periódico, la gente, pero quizás no miramos con tanta atención y gratuidad la propia vida. Yo últimamente tengo inclinación a mirar la vida desde que despierto hasta que me acuesto. Y según pasan los años esto parece querer ocurrir con mayor frecuencia. Alan Watts prefiere el término contemplación al de meditación para esos estados en que mediante la anulación de los pensamientos interpelativos intentamos acercarnos a la realidad por una vía más intuitiva; un término que hace justicia al hecho de mirar la realidad, el mundo, como si se tratara de nubes de verano moviéndose sobre el horizonte; pura contemplación.

Mirar las piezas de ajedrez repartidas por el tablero después de algún tiempo de comenzada la partida, puede ser un acto de reflexión sobre la evolución del juego, así como de las posibilidades de triunfo que cada contrincantes puede tener. Un ejercicio de análisis del que los expertos sabrán hacer uso para conducir a buen fin el juego. Con las cosas de la vida podemos hacer algo parecido; conviene hacerlo; sin embargo la complejidad puede ser tal como para hacer imposible tener en cuenta un número suficiente de aspectos, aparte de que en el juego estén interviniendo constantemente un enorme número de piezas de las que o desconocemos su existencia o no sabemos el modo o la importancia en que éstas participan en ese inmenso tablero que se juega en nuestro cerebro. La complejidad, la numerosas instancias en juego, el color de la emociones y los sentimientos, las expectativas, esos cofrades que aparecen omnipresentes en el paisaje: la muerte, el amor, el tránsito del tiempo, hace enrevesado llegar a conclusiones prácticas.

¿Qué haré mañana?, me digo, ¿habré realmente de dedicar tiempo a leer, por ejemplo, el periódico?, ¿volveré a éstas o las otras actividades abandonadas allá en el punto en que emprendí un largo viaje? ¿En qué ha de consistir vivir ahora, tras este largo semestre, cuando el tiempo, la práctica totalidad del día está a tu disposición? Una encrucijada que sirve de ejemplo para recordarnos que ante la ausencia de sentido de la vida, no siempre los caminos son fáciles o evidentes. Shakespeare pintó algunas de las pasiones humanas con una fuerza tal de hacernos creer que esas pasiones eran la sustancia entera de la vida, Ricardo III, Enrique IV, el príncipe de Gales de la película de Wells, Mackbel, Yago, pero no, estas realidades expresan sólo una parte importante del todo, la que anima las comedias y las tragedias; no necesariamente la pasión del poder, el dinero y la gloria son o deben ser la sustancia de la vida. Si, además, junto a eso nos deshacemos de los dioses y de la necesidad de ganar un paraíso, el mundo se sigue simplificando, andamos cercano el abismo. Y si no tienes que trabajar para ganar un salario, quizás estemos rodando hacia un peligro mayor... ¿Hacia donde? Para algunos hacia el vacío del aburrimiento letal, para otros quizás hacia el descubrimiento de eso que podemos llamar mirar la vida, un gozo permanente que puede consistir en hacer absolutamente nada que no sea otra cosa que vivir y contemplar tu vida y lo que te rodea, eso que mi querida amiga estima como tan maligno y digno de reprobación.

Mirar la vida. Todos sabemos lo que es eso y conocemos que no bastaría nombrar un centenar de aspectos o circunstancias que pueden hacer referencia a ella, porque la vida lo es todo. La vida personal, naturalmente, no la de los periódicos, ni eso que llamamos la biografía de cada uno. Despertar y no salir pitando hacia el cuarto de baño, el desayuno, el cepillo de dientes, las obligaciones de cada día; despertar y quedar balanceándose en la mañana haciéndole compañía a las sensaciones que abren también los ojos con el nuevo día, dejarles espacio para manifestarse, para del brazo con los recuerdos, con las personas o las circunstancias que nos visitan, salir a pasear la mañana antes de que llegue la hora del desayuno.

Hablo simplemente en voz alta y tan metafóricamente como se quiera. También me pregunto si será buena tanta holganza, que parece holganza; si uno debe realmente estar siempre rodeado de actividad, o si por el contrario debe dar rienda suelta a esta reiterada recurrencia a la contemplación que aparece de tanto en tanto en mi paisaje diario. Y recuerdo a los viejos de Azorín contemplando desde la baranda el campo, a aquellos cientos de hombres que cada mañana aparecen sentados en posición loto en las gradas de Varanasi junto a las aguas parsimoniosas del Ganges, haciendo nada, contemplando acaso la corriente del gran río, mecidos por el hálito de aquellos dioses milenarios tan controvertidos y primitivos. La primera vez que asistí a aquel espectáculo desde el centro del gran río, la barca en la que iba se mecía blandamente sobre la gran estela que el sol tendía al amanecer sobre el Ganges. Junto a la hoguera que lavaba con sus llamas el cadáver de un anciano, otros hombres meditaban de cara al sol con los ojos cerrados.

Mirar la vida. Aquella gente miraba la existencia a su manera, y lo hacían frente al paso del gran río, la mejor metáfora de la vida que se ha inventado. Un epílogo para un largo viaje y quizás una de las mejores enseñanzas que cabe sacar de un largo periplo por el mundo. La vida y el mundo como espectáculo, como hecho observable, como materia de contemplación.

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